Esperanza de descubrir una llave blanca que no quiera darse vuelta.
Un cristal inocente envuelto en una palabra abierta.
Un barrilete fugitivo que un día remontó a un niño.
Esa sortija inmóvil que amanece en un boleto.
Un reloj amnésico parpadeando frente a un espejo.
Un cielo extendido posando su nariz sobre la superficie de las olas.
Esa poesía muda interpretando a dos cuerpos.
Una estrella dibujada destellando a una escalera.
Un ave de arena a la que le crecieron ramas.
Ese sueño de almohada que descansó recordando.
Un sonido de la naturaleza al que nombraron melodía.
Una página rota conteniendo recuerdos de la vida.
Esa nube de ensueño marcando surcos en tus manos.
Los latidos del fuego consumiendo a los ardores.
Mil mariposas que desvelaron al tiempo.
Un planeta utopía que disipó las miserias de los hombres.
Una mirada de frente, hablarnos
En cenizas curarnos y ser luz del Universo.
Me presento, soy Miriam, la muñeca de Yael, les cuento nuestra historia.
Como no conozco el calendario, sólo puedo decirles que era de mañana, muy temprano porque aún se escuchaban los trinos aunque el Sol no asomaba ni asomaría en Lodz.
Unos fuertes gritos provenientes de la calle, hicieron asomarse a la ventana a Beca, la mamá de Yael, las tres estábamos solas ese día ya que Ádan el papá, había marchado a Varsovia días atrás.
Beca, despertó a Yael y la vistió con premura, yo que estaba apoyada sobre los piececitos de mi dueña, salté al levantarse ella. Sin lavarse el rostro bajamos las tres. Las miradas de todos reprimían preguntas, el aire estaba viciado del humo de los escapes de aquellos camiones militares, a los que nos condujeron violentamente. Llegamos a una estación de ferrocarril, sería la primera vez para las tres y la última para dos. Por los cuentos que la bobe2de Yael solía contarle por las noches, los viajes en tren eran muy placenteros, yo no lo veía así, estaban abarrotados esos vagones sin asientos y sin luces, el viaje era interminable, el olor nauseabundo, hasta que por fin llegamos a un lugar de mucho verde que sobresalía por encima de la fuerte niebla. Descendimos pero no descendieron todos, algunos quedaron en los suelos sucios de aquel vagón.
Sobre el andén, nos hicieron formar, sentía miedo y Yael me apretujó sobre su pecho y sus latidos vibraban en mí. Separaron a los hombres de las mujeres, nosotras tres seguíamos juntas, sin saber a dónde debíamos ir.
Atravesamos unas rejas y nos hicieron formar nuevamente, un soldado que llevaba en su gorra la insignia de los piratas, nos separó a las dos de la mano de Beca y nos arrastró hacia donde estaban muchos niños y vimos alejarse a Beca con los ojos borrosos del llanto de mi dueña. Una mujer soldado, con voz dulce nos dijo, no temáis nada iremos a las duchas y luego se reencontraran con sus familias. A todos los niños los hicieron desvestirse y en un descuido me separé de Yael, hacía frío, el lugar olía desagradable. Unos hombres recogieron las ropas y entre ellas me arrojaron en un gran recipiente, no volví a ver a Yael.
Entre muchas pertenencias de aquellos seres humanos aguardo a que venga por mí, intento reconocerla entre esos jóvenes que visitan Treblinka, dije que no entiendo de calendarios pero me la imagino que ya debe ser como de diecisiete años.
O vindeiro mércores 23 de abril ás 20:00 horas terá lugar no Hotel México en Vigo (Vía do Norte 10) a Charla-coloquio e presentación do libro “Juglarias: un poeta en Israel” do escritor israelí Juan Zapato.
O acto ademais da presentación do devandito libro, será un repaso ao estado actual da literatura israelí nos nosos días. Moi en especial a editada en español xa que Juan Zapato.
Hay una película francesa cuyo título me da pie a este momento de nuestro espectáculo, ese título dice: “Préparez vos Mouchoirs”, préparez vos mouchoirs es preparen sus pañuelos, preparen sus pañuelos señoras y señores que ha llegado el tiempo de llorar. Y recordando a mis padres en la historia universal del teatro, los griegos, que decían es bueno que de tanto en tanto las sociedades hagan catarsis llorando y llorando, hasta tocar fondo para extraer lo mejor de uno mismo.
Este es el momento de mi espectáculo donde yo preparo mi pañuelo, y preparo mi pañuelo porque voy a hablar de un amigo muy querido con el que ya no puedo conversar, porque se fue a vivir a otra galaxia y supongo que debe andar por ahí escribiendo instrucciones para subir a una estrella. Este amigo mío tiene la costumbre de aparecerse en sueños de golpe y de golpe así como aparece se va, sin darme tiempo a nada, pero siempre, ¿saben?, en cada uno de esos sueños me deja el mismo mensaje: escribíme Susana, escribíme, contáme. Y yo le escribo, le escribo cartas larguísimas como estas que dejo en el viento, porque solo el viento conoce la casa donde sigue viviendo este argentino tan nuestro, que no podía pronunciar las erres, ese maravilloso Julio, ese irrepetible Cortázar.
Querido Julio, como sé que te gustaban mucho esos vendedores ambulantes, divinos macaneadores que te vendían un pelapapas que una vez comprado no pelaba ninguna papa y no servía para nada, esos vendedores ambulantes que hacían muñequitos de papel, que manejaban con hilitos invisibles hasta darles vida, aquellos divinos macaneadores, Julio querido, ya no están, han sido reemplazados por otros vendedores. Sabés lo que venden Julio, ¿a qué no sabes? Venden plantillas pinchudas importadas de la China, según ellos si usás esas plantillas y caminás cien cuadras por día adelgazás, eso no es todo, también venden pajaritos de felpa importados de Japón y una pomada mágica que quita los dolores, todos los dolores, y la pomada tiene una extraña inscripción que asegura que viene directamente del Tibet. Horroroso Julio, te cuento que es horroroso. Los divinos macaneadores que tantas alegrías nos dieron a vos y a todos los argentinos ya no son vendedores ambulantes, siguen vendiendo pero ahora tienen sitio fijo, despacho con alfombras, salen en televisión, salen en las tapas de algunas revistas, y ya no son pobres ahora son ricos y famosos, chau los pelapapas, chau muñequitos de papel, la gente está demasiado apurada.
Te acordás de ese tango que te gustaba tanto, ese tango de Laurens que dice “como cambian las cosas, los años…”; ahora no hace falta que pasen los años, las cosas cambian a tal velocidad que el titular de la tarde desmiente al titular del diario de la noche y el titular del diario de la noche es desmentido por el titular del diario de la mañana. Te explico: Hay un crimen, un crimen horrible, el diario dice “fue encontrada el arma asesina”, por la tarde el diario dice “el arma encontrada no es el arma asesina” al día siguiente el diario dice “son inútiles los esfuerzos para encontrar el arma asesina”, la noticia final es desconsoladora, nunca existió un arma asesina, nunca existió ese crimen, la víctima se suicidó, parece que estaba deprimido.
En cuanto al amor Julio, también figura en los diarios, al lado de las cotizaciones de la bolsa encontrarás estos avisos: “futbolista muy viril te espera en su departamento” y ¿te cuento otro?, “grandota linda de cara te espera solita en casa”. ¿Qué me contás?, y sigo ampliándote la información. El otro día murió un actor, en los últimos tiempos la crítica lo había descuartizado “lamentable actuación de un actor del que se esperaba mucho más, deslucida actuación de un actor, una buena obra teatral y un actor que no merece ese texto”, insisto el otro día murió ese actor, ¿sabés cuál fue el titular de las primeras planas?, ha muerto una gloria de la escena nacional”, vos me dirás “por eso Susana lo que hizo Gardel fue mágico”, sí Julio, fue mágico. Pero tengo la sospecha de que en nuestro país hay que morirse para que te perdonen la vida, porque si estás vivo, molestás, pensás, tenés ideas, sos un testigo, opinás, te indignás, es embromado esto, es triste, es muy injusto. Y al mismo tiempo recuerdo que en Rayuela vos escribiste “es necesario cambiar la vida, sin moverse de la vida”, sí, es necesario cambiar la vida, viviendo como en una frontera, como con una bandera levantada aunque el enemigo este cerca, aunque parezca que avanza. De la vida no nos sacará nadie, y nadie nos sacará la ilusión de haber vivido cambiando la vida. Mientras tanto yo sigo escribiendo y esperándote en algún café de París, para llorar un poco, juntos, porque llorar juntos es como sonreír.
A la intemperie el perfume a brea se bifurca a través del vaivén de las barcas amarradas y el canto de las gaviotas se adueña de una nueva mañana.
Un nuevo recorrido me ha de revelar los secretos a la vista de esta ciudad y el olfato de rata de biblioteca me transporta por la calle del Sol, hacia su librería. A sendos costados de la puerta de entrada, libros leídos aguardan a un ávido lector que se atreva a adoptarlos y en la vidriera derecha, ejemplares acuñados de clásicos hispanos y allende los mares. Ahora el perfume se ha impregnado del ambiente, huele a hojas de árboles voluminosos, de encuadernación delicada. Árboles de vida, que contienen aprendizajes, mundos donde encontrar las respuestas a los interrogantes, que aún no nos hemos formulado.
El recinto acoge con una tenue luz y el silencio encierra el rumor de tantas letras hilvanadas en historias de la Historia, aventuras noveladas, relatos cortos de largas travesías, versos ahogados libertarios o susurros pasionales.
Dejo atrás este lugar mágico de colores sepia y al traspasar la puerta, un vecindario poblado de cafés y bares trasnochados -que al adormecerse el día han de adquirir sesgos intelectuales, rescatados por soñadores sesentistas de cabellos agrisados-, me invita.
El fresco amaina el paso y por delante un bullicio se aproxima por la plaza del Mercado La Esperanza de Haití, pero los aromas y el colorido nos esperan dentro del recinto, en cada puesto de pescados y frutos de mar.
Ya es hora… de adquirir unas flores en el kiosco que he visto al ingresar, sé que le han de agradar.
Juticalpa, Olancho, 1902-1991. Vino al mundo un 12 de mayo. Sus padres fueron: Don Luis Suárez, profesional del derecho, y Amelia Zelaya Bustillo, una bella mujer proveniente de una de las familias más ricas de Olancho. Clementina Suárez realizó sus estudios primarios en su lugar de origen y luego, en 1918, se trasladó a Tegucigalpa, donde estudió en una escuela privada para señoritas. Desde niña manifestó su clara vocación de poeta. En 1930 publicó Corazón Sangrante, el primer libro de poemas de una mujer hondureña. Viajó a México, donde, en contacto con un medio más evolucionado, publicó Templos de Fuego, Iniciales y De mis sábados el último (1931). En Costa Rica publica Engranajes (1935). Después de residir en Nueva York se traslada a La Habana, donde sale a la luz Veleros (1937) ya en una forma totalmente nueva. En San Salvador, el Ministerio de Cultura le edita su libro Creciendo con la hierba. Pero la línea de su actividad no se limita a la poesía; publica en Honduras la revista Mujer y funda en México una galería de arte centroamericano. En San Salvador funda El Rancho del Artista, donde, además de tener una exposición permanente, se escucha la voz de Miguel Ángel Asturias, Salarrué, Pablo Antonio Cuadloira, Eunice Odio y otros valores de América. En Tegucigalpa funda la primera galería de arte, a la que llama Morazánida. No pertenece a ningún grupo, porque ella crea los grupos. Colaboró con diarios y revistas escribiendo artículos, entrevistas y semblanzas. Fue una madre soltera. Tuvo dos hijas: Alba y Silvia. Posteriormente contrajo matrimonio con el poeta Guillermo Bustillo Reina, hondureño, y más tarde con el pintor José María Vides, salvadoreño. Se divorció de ambos porque consideró que le interrumpían en su carrera y en su forma de pensar y vivir. Recibió el Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” en 1970.
El murmullo del oleaje se posa con timidez sobre el perfil costero del mar Cantábrico a orillas de Santander.
El aire fresco le hace compañía y el ronroneo del motor de una barcaza -que se aventura en la mañana, y se interna lenta en busca del rumbo diario-, nos dicen que hoy 8 de Enero da inicio un nuevo año gregoriano, de fondo una incierta neblina oculta los rostros de Somo y Pedreña.
Soy un extranjero, no de ahora, sino de siempre, desde el día aquel que abandonara el vientre de mi madre y comencé a deambular un nuevo mundo.
Una geografía todavía desconocida a mis ojos, aunque por momentos, ciertas fachadas edilicias me confundan entre nostalgias de otras geografías también desconocidas. Calles que van poblándose en minutos apresurados, de transeúntes que aún conservan sus trabajos. No son las trombas de ayer por las “rebajas”, incomprensibles a quien tiene una mirada foránea, un virus llamado consumismo, que se propaga en la sociedad y afecta al criterio.
Encaminando los pasos hacia El sardinero, bordeando la escollera, unos pescadores ocupan el tiempo intercambiando anécdotas, mientras una lubina forcejea para no ser prendida. Me acerco en silencio a un hombre de canas, para no interrumpir la escena y escuchar y aprender. Sobre la piedra está tallado un nombre: Pedro, así bautizaré a este pescador que ante el saludo de otro parroquiano y la pregunta sobre ¿qué haces Pedro?, responde: buscando el tapón… hace años que busco el tapón, que haga correr el agua de este mar y los barcos quedarán sobre la tierra. Ya verás cuando lo encuentre…
El Sol invita a continuar. Ahora una sirena anuncia la proximidad de alguna embarcación y las campanadas de las iglesias, no quieren ser menos, no pueden perder presencia entre los perdidos andantes. El mediodía llega y una dama de elegante vestir almuerza cómodamente sentada sobre un banco y compartiendo conversación con un elegante caballero, y el detalle infaltable: dos copas de vino blanco, reposan sobre los baldosones de piedra del paseo marítimo. Por cierto la crisis no puede empañar el estilo.
Ya es hora… me escurro entre las oraciones sueltas de una conversación plural que entran y salen por mis oídos, como un lenguaje que se ha mudado de mí.
Cuando llega la oscuridad y se van encendiendo las lámparas me siento en el rincón más oscuro en una mesa pequeña donde nadie pueda verme
(pretensión ociosa: A nosotros nadie nos ve: Heredamos el paciente prodigio de pasar totalmente desapercibidos)
¿Qué hago?
Como ya les dije, lo que hago es muy sencillo
Escucho
Y puedo asegurarles que yo sé escuchar
Esto al menos nadie me lo podrá negar
Lo escucho todo, hasta los silencios
Retengo todas las palabras que se dijeron La que nunca pudieron decirse
Y aquellas que se dicen de todas las maneras posibles que una palabra se puede decir
Desgraciadamente tengo mala memoria
y nunca recuerdo lo que quisieron decir
Quizás porque ya he renunciado a entender
O simplemente Porque me lo sé ya todo de memoria No me las doy de omnipotente ni de ubicuo
Mi percepción va más que el rebote del último sonido entre los vasos y las porcelanas
Mi trabajo es muy simple
Pero hay que saber esperar Y esto sí confieso que me resulta extenuante
Aunque ya no me importa
Simplemente me quedo allí hasta que la última mesa haya quedado vacía
el último mantel recogido y las lámparas apagadas para siempre
Entonces me levanto
Y comienzo a barrer todas las palabras que han caído desparramadas por el suelo
Algunas son fuertes y se resisten
otras se desarman en letras sueltas
Y hay veces cuando el azar provoca las combinaciones más insospechadas
Pero ya sé que en el fondo dicen nada tengo mi conciencia tranquila cuando al piso lo he dejado limpio como una página en blanco
Pero tampoco crean que soy perfecto
En realidad no lo soy
¿Cómo lo podríamos ser si vivimos sólo del aire y la sangre de nuestros semejantes? Como irremediablemente nadie me mira cada noche escojo una de aquellas palabras
La recojo con ternura
Con el cuidado de quien siempre supo que cada simple combinación de letras y palabras
alguna vez
-digo: alguna vez-
prometieron algo
A cada palabra que recojo la cubro con la palma de mis manos entreabiertas para que no se enfríe y deje de vivir
A veces despierto feliz sintiéndola a mi lado
O despierto llorando porque ya no está allí
Pero otras, las más
ya se han deshecho con la humedad de mi piel y dejan como llagas viscosas en mi cuerpo
Heridas que tardarán en cerrarse por lo menos todavía
Hasta que a la noche siguiente
vuelva a sentarme en la mesa más oscura de cualquier otro café
Magíster y doctor en Literatura de la Universidad de Pensylvania, es académico de Literatura Hispana en la Universidad de Cincinatti, Ohio por once años fue profesor en el Barney College de la Universidad de Columbia en Nueva York. Fue en este período que escribió “El mapa de Amsterdam”, libro que tras 25 años, la editorial Cuarto Propio reeditó y presentó recientemente en Chile.
Nació en Concepción y eso lo llevó a ingresar a la Universidad de Concepción a estudiar literatura. Aunque la pedagogía no era lo que le atraía, con el correr de los años se ha dedicado y ganado la vida con ella, aunque la academia es absorbente y quita mucho tiempo para escribir. Cuando estudió, el departamento de Español vivía un momento espléndido con profesores como Gonzalo Rojas, Jaime Concha, Juan Zapata y otros.
Publicaciones: Poesía y Poética de Gonzalo Rojas, 1987. Manuel Puig: montaje y alteridad del sujeto (coautor), 1986. El mapa de Ámsterdam, poemas originales, 1984. La teatralización de la obra dramática: De Florencio Sánchez a Roberto Arlt, 1982. Artículos sobre Borges, Cortázar, García Márquez, Griseda Gámbaro, semiótica del teatro.
Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva. Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo. –¡No! –Sí. Una mujer. –¿De dónde la trajo? Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó: –¿Por dónde anda Ernesto? En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté: –¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía. –¿Saben quién es la mujer que trajo el turco? Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años. –Atorranta, ¿no? Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos. –Si no fuera la madre… No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente. –Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos. Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso. –Pero es la madre. –La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos. –Y se los come. –Claro que se los come. ¿Y entonces? –Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros. Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo: –Se acuerdan cómo era. Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal. –Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros. Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros. –No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal. Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar. –No se lo deben de haber prestado. –A lo mejor se echó atrás. Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia: –No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy. –¿Cómo será ahora? –Quién… ¿la tipa? Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia. –Esto es una asquerosidad, che. –Tenes miedo –dije yo. –Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros: –Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser. –No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos. Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo. Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó: –¿Y si nos echa? Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre. –Es Julio –dijimos a dúo. El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos. –Se la robé a mi viejo. Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo. –Fumaba, ¿te acordás? Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza. –¿Cuánto falta? –Diez minutos. Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado. Julio apretó el acelerador. –Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta. –¡Qué castigo ni castigo! Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más. –¿Y si nos hace echar? –¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita: –Llévalos arriba. La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros: –A ver si nos sacan una muela. Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja. –Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó: –¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro! Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco. Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó: –¿Quién pasa? Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros. –Qué sé yo. Cualquiera. Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame. –¿Bueno? Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido. –Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto. Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto. Cerrándose el deshabillé lo dijo.
Puede que él no sepa de mujeres fenicias ni de galeones españoles ni de sefarditas con su ladino de siempre en África o Nueva York.
Pero ella, más torrencial parpadea y habla según sus cálculos de mares de mediodía con sus fragatas inglesas con algo del Caribe filtrado ventarrones por añadidura, y por análogas razones de atmósferas con peces de colores y señoritas con su cuerpo a la vista.
Entonces él reconoce su ignorancia de esos desusados hombres, accede a que ella desafíe sus saberes, no de Ovidio ni los dioses griegos, menos sus conocimientos de geografía, sino aquellos que resumen miserias morales y dudosas legalidades.
Siendo así las cosas, ella muestra su espinazo entrado en eternidades para danzar en el corredor con un silencio que no se mueve más allá de sus fronteras en la palma del sueño.
Mi alma sin religión y sin fronteras, pide a Dios por la sangre de los muertos y le ruega que nadie en las trincheras, sufra dolor, congojas y tormentos.
Le pregunto a Jesús, Alá, Mahoma, qué castigo han de darle al asesino; al que mata desde que ele sol asoma, porque cree que hacerlo es don divino.
¿or qué el odio de unos pocos logra tanto, y el amor de otros siempre es ignorado? ¿Por qué siembran la muerte y el espanto, a través de un hermano que es soldado?
No recibo respuestas a mi angustia o tal vez no las oigo en mi quebranto… la confianza se me ha quedado mustia, y me pierdo en las sombras de mi llanto.
Pero aún no he perdido la esperanza, y la elevo en el aire cual bandera no concibo la paz con la venganza, porque la anhelo plena y duradera.
Quiero un mundo llenito de alegría, sin misiles, sin balas, sin metralla; sin división musulmana o judía, donde nadie levante una muralla.
Un lugar sin desquites ni revancha, donde jueguen los niños sin problema, a las escondidas, al fútbol o a la mancha buscando que el amor sea su emblema.
En el erial que hoy destruyó la guerra, mañana quiero campos bien sembrados, para saciar el hambre de la tierra con trigales maduros y dorados.
¡Amemos al igual y al diferente desde el fondo recóndito del alma! ¡Sonriendo sin distingos a la gente, lograremos la ansiada y dulce calma!
¡Rompamos esas sórdidas cadenas, que nos separan de cualquier alianza! ¡Brindemos el amor a manos llenas, y reinará en el mundo la bonanza!
Mi palabra es humilde y no pretende, exigir que estos sean mandamientos… La envío cual antorcha que se enciende, para alumbrar oscuros sentimientos.
Déjala que se mezcle entre la gente, y que penetre en todos los oídos, que convenza de a poco y dulcemente, hasta que invada todos sus sentidos.
Entenderán entonces que la guerra, es el problema y jamás la solución; si el hombre de su vida la destierra, logrará la más excelsa perfección.
Una blanca gaviota detenida sobre las toscas marinas contempla al oleaje llegar.
A lo lejos un pescador solitario se ha introducido campo adentro de las aguas y espera.
Rosh HaNikrá¹ se esconde tras una bruma tenue hasta convertirse en una silueta recostada invisible.
La música acompasada de mar y de viento salado se introduce por mis orificios nasales.
Sentado sobre el suelo de este terraplén, con mis piernas estiradas prosigo la lectura de “Lorca – Dalí, el amor que no pudo ser”, de Ian Gibson.
Un ruido de aletas se aproxima. Dos puntos en el Occidente van figurándose a medida que avanzan hacia mí. Los helicópteros verdeoliva cruzan a baja altura y continúan con su misión rumbo a Oriente.
Cruzo el señalador en la página abierta, cierro el libro, me incorporo y camino destino a Shavei Tzión².
¹ Cuevas de Rosh HaNikrá, punto extremo norte limítrofe entre Israel y El Líbano.
² Moshav Shavei Tzión, granja de propiedad privada, con viviendas particulares y de dimensiones más pequeñas que las de un kibutz. Kibutz: Granja colectiva en Israel.
Mañana Viernes 13 de Julio, estaré presente en la “Feria del Libro en Español” a realizarse en la ciudad de Raanana, bajo la organización de la Filial local de la OLEI (Organización Latinoamericana, España y Portugal en Israel).
Disertará el escritor Gustavo Perednik, asistirán escritores latinoamericanos-israelíes quienes venderán y firmaran sus obras. Actuarán el maestro Mario Solan acompañado del guitarrista David Solan y el coro “Lejaim”, bajo la dirección de Najman Stofblat y se contará con la presencia de los diplomáticos de Argentina y Colombia.
Viernes 13 de Julio en el horario de 10 a 14 horas en la explanada de la OLEI Raanana, sita en Ahuza 68, Mercaz Eliav, Semáforo 2. Tel. 09-7442915/7461946.
Sorprendiste a mi muchacho menor, en su espontaneidad tardía. Te vio al pasar y quedó pasmado advirtiendo, que ya no eres aquel hombre apuesto que conociera y quien por aquel tiempo, me desvelaba el sueño; cuando sus almanaques eran aún escasos.
Por entonces, tenías los ojos vívidos y con sólo fijarlos en el rostro, parecías penetrar la propia visual; con gesto resuelto, la palabra amable y el toque siempre presto y afectivo.
La farsa de la conquista del poder político en el ámbito público, que a veces logra desquiciarnos, demandó de tu salud, para que le entregaras tempranamente la belleza joven y el donaire. Y, habiéndote dado cuenta de tanta palabra y hecho fingidos, decidiste conceder a la temprana vejez, esa mirada que ahora está rendida y el rictus amargo del “jaque mate” de tu estúpido juego de influencias; de ajedrecista mediocre en un tablero derrotado.
Valían la pena tantas jugadas erráticas, entre los intereses mundanos, donde los soberbios esgrimen acciones y palabras falsas; para su ración de poder cicatero, que juega con el hambre de los pobres y la pureza, de las ambiciones tempranas.
En la habilidad de los discursos, que se llevaron ovaciones compradas en los saltos adolescentes. Recuerdo, aquella manifestación partidaria, donde vendieron sus gritos y carteles, por un sórdido billete sucio; que ni siquiera llenaría por dos días, sus estómagos desiertos.
Fantasías; por mejorar contextos de vida degradantes, con el movimiento ingenuo de unas piezas, que ni siquiera estaban hechas de madera estacionada; pues fueron arrancadas de gajos aún verdes, sin el menor de los escrúpulos.
Creencias; en las jugarretas de los discursos convencidos de oradores de escaso mérito, que pueden vender su alma y corazón a cualquiera, con tal de ganarse la medalla barata de la complacencia. Regodeo de porciones de pueblo, desheredados de una mínima cultura y conocimientos básicos de las verdaderas realidades de toda índole; por las que trascienden.
Pero, “al todo vale”, duplicaste y triplicaste aún, tus apuestas al tiempo y convencido de que hacías lo mejor; con un triunfo alegre guiñándote el paso.
Y perdiste. Como extravían la sensación del borde de un pozo oscuro, aquéllos que se vuelven ciegos por una ambición inmadura y ecuestre; mientras han jugado todas sus fichas, al equino de turno en el hipódromo de la suerte…
Perdiste, en el teatro de las marionetas avaras que arrastran las voluntades populares y jamás se percatan de cuánto desperdiciaron en la contienda.
Tardíamente, en la actualidad, no tienes un juicio veraz de las ganancias, ni de las pérdidas.
Y yo, me quedo guardando tu sonrisa amable; aquella mirada benigna y un torpe embeleso por tanta ambición desmedida, que también se evapora al tiempo de mis propios años. Mientras, no dejas seño de grandeza, para que mi hijo todavía muchacho, aprenda algo de lo que dejaste…
Vengo desde el ayer desde el pasado oscuro y olvidado con las manos atadas por el tiempo con la boca sellada desde épocas remotas
Vengo cargada de dolores antiguos, recogidos por siglos, arrastrando cadenas largas e indestructibles. Vengo desde la oscuridad, del pozo del olvido con el silencio a cuestas, con el miedo ancestral que ha corroído mi alma desde el principio de los tiempos.
Vengo de ser esclava por milenios, esclava de maneras diferentes: sometida al deseo de mi raptor en Persia, esclavizada en Grecia bajo el poder romano, convertida en vestal en las tierras de Egipto, ofrecida a los dioses en ritos milenarios vendida en el desierto o canjeada como una mercancía.
Vengo de ser apedreada por adúltera en las calles de Jerusalén por una turba de hipócritas, pecadores de todas las especies que clamaban al cielo mi castigo.
He sido mutilada en muchos pueblos para privar mi cuerpo de placeres y convertida en animal de carga, trabajadora y paridora de la especie. Me han violado sin límite
en todos los rincones del planeta sin que cuente mi edad madura o tierna o importe mi color o mi estatura.
Debí servir ayer a los señores, prestarme a sus deseos, entregarme, donarme, destruirme, olvidarme de ser una entre miles.
He sido barragana de un señor en Castilla, esposa de un marqués y concubina de un comerciante griego, prostituta en Bombay y en Filipinas y siempre ha sido igual mi tratamiento.
De unos y de otros siempre esclava, de unos y de otros dependiente, menor de edad en todos los asuntos, invisible en la historia más lejana y olvidada en la historia más reciente.
Yo no tuve la luz del alfabeto. Durante largos siglos aboné con mis lágrimas la tierra que debí cultivar desde mi infancia.
He recorrido el mundo en millares de vidas que me han sido entregadas una a una y he conocido a todos los hombres del planeta.
Los grandes y pequeños, los bravos y cobardes, los viles, los honestos, los buenos, los terribles, mas casi todos llevan la marca de los tiempos. Unos manejan vidas como amos y señores, asfixian, aprisionan y aniquilan. Otros dejan almas comercian con ideas, asustan o seducen, manipulan y oprimen.
Unos cuentan las horas con el rutilo del hombre atravesado en medio de la angustia. Otros viajan desnudos por su propio desierto y duermen con la muerte en la mitad del día.
Yo los conozco a todos, estuve cerca de unos y de otros, sirviendo cada día, recogiendo migajas, bajando la cerviz a cada paso, cumpliendo con mi karma.
He recorrido todos los caminos he arañado paredes y ensayado silencios tratando de cumplir con el mandato de ser como ellos quieren mas no lo he conseguido.
Jamás se permitió que yo escogiera el rumbo de mi vida. He caminado siempre en una disyuntiva ser santa o prostituta.
He conocido el odio de los inquisidores que a nombre de la santa madre iglesia condenaron mi cuerpo a su servicio y a las infames llamas de la hoguera. Me han llamado de múltiples maneras: bruja, loca, adivina, pervertida, aliada de satán, esclava de la carne, seductora, ninfómana, culpable de los males de la tierra.
Pero seguí viviendo, arando, cosechando, cosiendo, construyendo, cocinando, tejiendo, curando, protegiendo, pariendo, criando, amamantando, cuidando y sobre todo amando.
He poblado la tierra de amos y de esclavos, de ricos y mendigos, de genios y de idiotas, pero todos tuvieron el calor de mi vientre, mi sangre y su alimento y se llevaron un poco de mi vida.
Logré sobrevivir a la conquista brutal y despiadada de Castilla en las tierras de América pero perdí mis dioses y mi tierra y mi vientre parió gente mestiza después que el amo me tomó por la fuerza.
Y en este continente mancillado proseguí mi existencia cargada de dolores cotidianos, negra y esclava en medio de la hacienda me vi obligada a recibir al amo cuantas veces quisiera sin poder expresar ninguna queja.
Después fui costurera, campesina, sirvienta, labradora, madre de muchos hijos miserables, vendedora ambulante, curandera, cuidadora de niños o de ancianos, artesana de manos prodigiosas, tejedora, bordadora, obrera, maestra, secretaria, enfermera, siempre sirviendo a todos, convertida en abeja o sementera cumpliendo las tareas más ingratas moldeada como cántaro por las manos ajenas.
Y un día me dolí de mis angustias un día me cansé de mis trajines, abandoné el desierto y el océano, bajé de la montaña, atravesé las selvas y confines y convertí mi voz dulce y tranquila, en bocina del viento en grito universal y enloquecido.
Y convoqué a la viuda, a la casada, a la mujer del pueblo, a la soltera, a la madre angustiada, a la fea, a la recién parida, a la violada, a la triste, a la callada, a la hermosa, a la pobre, a la afligida, a la ignorante, a la fiel, a la engañada, a la prostituida.
Vinieron miles de mujeres juntas a escuchar mis arengas, se habló de los dolores milenarios, de las largas cadenas que los siglos nos cargaron a cuestas. Y formamos con todas nuestras quejas un caudaloso río que empezó a recorrer el universo ahogando la injusticia y el olvido.
El mundo se quedó paralizado los hombres y mujeres no caminaron se pararon las máquinas, los tornos, los grandes edificios y las fábricas ministerios y hoteles, talleres y oficinas, hospitales y tiendas, hogares y cocinas.
Las mujeres, por fin, lo descubrimos. ¡Somos tan poderosas como ellos y somos muchas más sobre la tierra! ¡Más que el silencio y más que el sufrimiento! ¡Más que la infamia y más que la miseria! Que este canto resuene en las lejanas tierras de Indochina en las arenas cálidas del África, en Alaska y América Latina, llamando a la igualdad entre los géneros a construir un mundo solidario –distinto, horizontal, sin poderíos- a conjugar ternura, paz y vida, a beber de la ciencia sin distingos, a derrotar el odio y los prejuicios, el poder de unos pocos, las mezquinas fronteras, a amasar con las manos de ambos sexos el pan de la existencia.
Ella camina adiestrando los zapatos incómodos como ordinarios. Con su vestimenta provocativa, busca llamar la atención.
Los neumáticos no se detienen y la llovizna empaña las vidrieras mediocres de los suburbios porteños. Esa noche, presiente que el dinero será escaso y piensa en las agudas maldiciones, o la penitencia denigrante de su padrastro.
Antes de cruzar la avenida, queda mirando las hojas que el adelantado invierno sembró, como tapices, en la acera.
̶ ¡Qué colores bonitos! ¡Allí está mi preferido!
Hace frío. Para cubrir su pronunciado escote, levanta el cierre de la camperita con tachas. Del otro lado de la calle, tal vez, haya por lo menos, un cliente. La encandilan los faros de los automóviles. Anaranjados, rojizos…
̶ ¡Amarillo!..
Y su exclamación se confunde entre bruscas frenadas.
Amarillo, sí. ¡Amarillo! Como el color del vestidito que tanto deseó tener. Ése que en el escaparate de la tienda la deslumbrara, no tantos años atrás.
Se toca la frente. La lluvia le ha mojado el pelo y ella piensa que fue en vano comprar ese champú caro para que le otorgue brillo.
̶ Pero… no debe ser bueno, es pegajoso. ¿O es sangre?
Los autos pasan, la gente no la observa, la noche la esquiva, no quiere ver una víctima más. Sólo la banquina es su amiga, su lecho, su refugio, donde más de una vez fue testigo de ese dinero sucio, pero indispensable para que no la echasen a la calle. ¿O sería mejor la calle? Tampoco, allí conviven los vicios, el delito los robos, la droga. Ésa que en reiteradas oportunidades le ofrecieron y nunca aceptó, siguiendo lo consejos de su madre, que, como en una pesadilla, la vio morir, escuálida y temblorosa, precisamente, por sobredosis.
Ella, entreabre lo ojos.
̶ Amarillo… ¡Qué bonito era el vestido! Con botones, moños, voladitos… Todo amarillo…
Se detenía a mirarlo mientras aferraba con manos flacas y uñas sucias, el mandado alcohólico que apenas podía sostener. Y tristemente comparaba ése canesú alforzado, con su ropa descolorida y deforme.
Con la respiración pausada busca brisas para un sueño:
̶ Algún día tendré un vestido de ese color, amarillo, amarilloooh…
Siente zumbidos y cosquillas en la piel. Y repiqueteos, como de campanarios de iglesias, ésos, que tanto gustaba oír…Se esfuerza en escuchar, comprender, preguntar…
̶ ¿Dónde van los niños abusados? ¿Y los chicos sin familia?
Ve un mapamundi, parecido al que nunca pudo tener, chiquito, que se aleja,… confundiendo la tierra con el cielo…Y palomas blancas, muy blancas que le hacen caricias.
̶ ¡Qué lindas son las caricias!..
Y ve palomas, muchas palomas… cuyos aleteos se tornan… amarillos.
Leer es uno de los mayores placeres que nos ha permitido el mundo, es una permanente consolidación que nos libera; es un camino de salvación. Aún más allá: “Leer es un deseo que intenta violar lo oscuro, el deseo de poseer un secreto”. Tal como lo escribiría Sartre, el ejercicio de la lectura, tiene un sentido que no solamente es primordial hacia la intima liberación. La lectura, es decir, la búsqueda de un profundo secreto, obra en atrevimiento hacia la introspección de la palabra, de quien la conforma, de quien la escribe. Una realidad apuntada ya por muchos existencialistas: la palabra nos origina, la palabra nos revela. Por ello es tentativa de abolición de todas las significaciones, significación de la vida y del hombre.
Las palabras, son más que dificultades externas: gramaticales, lingüísticas, etimológicas. La palabra es capaz de traducir los estados de conciencia; de subrayar el desorden subversivo de nuestra creencia. Más que derivaciones que allanan la aptitud de nuestro espíritu, las palabras son las entidades simbólicas que resguardan el sentido de la insatisfacción. Deambular en la lectura fortalece la extroversión, esa decisión terrible por la cual ocurre la necesidad de expresar el sentido inseparable de la palabra y el de la insatisfacción. Sin embargo esa necesidad de misticidad nos interioriza cognitivamente. Aprendemos de la extroversión; desmadejamos ese hilo de referencia interior, de conocimientos, es decir de aquellos secretos: impersonal y neutros.
«La Torre de Babel Ediciones®», es un proyecto editorial independiente, que propone la divulgación de autores israelíes contemporáneos, que escriben en español. Somos una editorial israelí, que encaramos nuestro trabajo, rescatando la filosofía original de aquellos editores, que se aventuraron a publicar aquello que, consideraban debía ser leído. La selección de las obras es de géneros variados, todos los que existen: relatos, poemas, entrevistas, novela histórica basada en hechos reales, poesía erótica, teatro, ensayo, judaísmo, filosofía. Diferentes expresiones para mirar esta sociedad, su pasado y su presente. Roberto Sánchez Soria Editor
«La Torá de Komlós», István Gábor BENEDEK
«Secretos Oscuros», Varios autores
«La última historia de amor», Andrea BAUAB
«Morir por la Argentina», Gustavo D. PEREDNIK
«La lira & la espada», David MANDEL
«El rescoldo», Sara STRASSBERG-DAYÁN
«Fractales de Plenilunio», Margalit SAGRAY-SCHALLMAN
«El último día», Mina WEIL
“Juglarías” …un poeta en Israel…
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