Esperanza de descubrir una llave blanca que no quiera darse vuelta.
Un cristal inocente envuelto en una palabra abierta.
Un barrilete fugitivo que un día remontó a un niño.
Esa sortija inmóvil que amanece en un boleto.
Un reloj amnésico parpadeando frente a un espejo.
Un cielo extendido posando su nariz sobre la superficie de las olas.
Esa poesía muda interpretando a dos cuerpos.
Una estrella dibujada destellando a una escalera.
Un ave de arena a la que le crecieron ramas.
Ese sueño de almohada que descansó recordando.
Un sonido de la naturaleza al que nombraron melodía.
Una página rota conteniendo recuerdos de la vida.
Esa nube de ensueño marcando surcos en tus manos.
Los latidos del fuego consumiendo a los ardores.
Mil mariposas que desvelaron al tiempo.
Un planeta utopía que disipó las miserias de los hombres.
Una mirada de frente, hablarnos
En cenizas curarnos y ser luz del Universo.
Sin un céntimo, tal como vino al mundo, murió al fin, en la plaza, frente a la inquieta feria. Velaron el cadáver del dulce vagabundo dos musas, las esperanza y la miseria.
Fue un poeta completo de su vida y de su obra. Escribió versos casi celestes, casi mágicos, de invención verdadera, y como hombre de su tiempo que era, también ardientes cantos y poemas civiles de esquinas y banderas.
Algunos, los más viejos, lo negaron de entrada. Algunos, los más jóvenes, lo negaron después. Hoy irán a su entierro cuatro buenos amigos, los parroquianos del café, los artistas del circo ambulante, unos cuantos obreros, un antiguo editor, una hermosa mujer, y mañana, mañana, florecerá la tierra que caiga sobre él.
Deja muy pocas cosas, libros, un Heine, un Whitman, un Quevedo, un Darío, un Rimbaud, un Baudelaire, un Schiller, un Bertrand, un Bécquer, un Machado, versos de un ser querido que se fue antes que él, muchas cuentas impagas, un mapa, una veleta y una antigua fragata dentro de una botella.
Los que le vieron dicen que murió como un niño. Para él fue la muerte como el último asombro. Tenía una estrella muerta sobre el pecho vencido, y un pájaro en el hombro.
Nació en Buenos Aires el 29 de marzo de1905, y murió en la misma ciudad el 14 de agosto de 1974. Fue uno de los más importantes poetas argentinos del siglo XX. “Amigo de las gentes, de las mujeres amantes y del vino, una suerte de François Villon criollo, cantor de las tabernas, las grandes fiestas y duelos e insurrecciones populares”, según lo definió Pedro Orgambide. En 1922 publica sus primeros poemas en las revistas Caras y Caretas e Inicial. En 1923 participa en la redacción de Proa, la revista que dirige Ricardo Güiraldes, y colabora en el periódico Martín Fierro. Viaja por el interior del país y en 1929 por primera vez a Europa. Dos años después a Brasil, y en 1932 al Chaco paraguayo, en el avión del diario Crítica, como corresponsal de guerra. Vuela a la Patagonia y se instala en Río Gallegos. En 1933 funda la revista Contra. Lo detienen y procesan por ¨incitación a la rebelión¨. En 1934 viaja a España y se radica en Madrid, donde traba amistad con García Lorca, Neruda y Miguel Hernández. En 1935 vuela a Buenos Aires y dos años más tarde está otra vez en España, durante la defensa de Madrid. Vive en Chile. Viaja por Europa, va a la Unión Soviética y a China. Con El violín del diablo (1926) y Miércoles de ceniza (1928) trae Tuñón a la poesía argentina el desenfado y la picardía de los muchachos de los puertos, de los vagos y mal entretenidos que deambulaban por el viejo Paseo de Julio. Es un reconocimiento apasionado no sólo de la gente sino de los escenarios poco prestigiosos de la ciudad durante los años ’20. Es en el puerto, en los suburbios, en el conventillo que encuentra los motivos de sus poemas. Todo es motivo de canto para el poeta que, por encargo de su novia, escribe Poema para la Virgencita del Teatro Cervantes. En este primer período, la poesía de Tuñón une a lo descriptivo la imagen insólita, la pirueta, un pase de prestidigitador. En otros poemas, El séptimo cielo, por ejemplo, utiliza la palabra en función de onomatopeya, de dibujo verbal. Es lo que se advierte también en Poema de la Cenicienta Ciudadana, donde los nombres ingleses de los artistas de cine o de su máquina de escribir, sirven de rima y música interna al poema.
En La Calle del Agujero en la Media (1930) el verso libre, de amplio período, suplanta la cadenciosa, rítmica primera manera del poeta. Ahora, el discurso poético se distiende, se abre para incorporar lo sensorial en infinitos detalles, para registrar pequeñas anécdotas que tienen la brevedad de una instantánea. Este cambio de lenguaje corresponde al cambio de escenario: ya no es Buenos Aires sino París. Como constante, queda su observación de lo cotidiano, su mirar en las vidrieras y en los ojos fraternales: los de un saxofonista, los de un vendedor de globos, los de las chicas del music-hall, los de Blanca Luz que está lejos, los del organista de la iglesia de San Suplicio. En El otro lado de la Estrella y Todos bailan, poemas de Juancito Caminador, ambos publicados en 1934, Raúl González Tuñón continúa esta segunda manera de su poesía: el verso amplio que llega fundirse con la prosa. De ese tiempo es la serie de Blues y su memorable poema “Lluvia”, dedicado a Amparo Mom. Seguro de su oficio, canta ahora no sólo al amor y la vida vagabunda, sino a los hombres dispuestos a una actitud de solidaridad y al combate. Su registro de los años ’30: el clima de preguerra europeo, el apogeo del jazz, los gangsters de EE.UU. (“Los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo”) preparan ya el advenimiento de la poesía política de González Tuñón.
“Fue el primero que blindó la rosa”, dijo Pablo Neruda. En 1936 aparece La rosa blindada. Puede señalarse este momento como el del tercer período poético de González Tuñón. En él se integran y se complementan sus dos maneras anteriores. Fiel al recuerdo de su abuelo Manuel Tuñón (obrero nacido en Mieres que lleva a su nieto a una manifestación socialista), fiel también a la poesía española, a los romances y coplas populares, González Tuñón enriquece la suya tanto en su tema como en su lenguaje. “La Libertaria”, “El Tren Blindado de Mieres”, “La Copla al Servicio de la Revolución”, “Cuidado, que viene el Tercio”, “La muerte Derramada”, “El Pequeño Cementerio Fusilado” son algunos poemas de aquel tiempo, en los que, a partir de un tema heroico, la poesía se expresa tanto en verso rimado como en largos períodos de verso libre y prosa. En Las puertas de fuego (1923) y La Muerte en Madrid (1939) el mismo tema y procedimiento se reiteran con acierto. No ocurrió lo mismo en parte de su producción posterior, donde a veces lo contingente, lo aleatorio, el compromiso de circunstancia, restó fuerza a su poesía. No obstante, se advierte en sus últimos poemas un feliz regreso a sus orígenes, al poeta vagabundo, a su admirable Juancito Caminador, aquel que dijo: “Traigo la palabra y el sueño, la realidad y el juego de lo inconsciente, lo cual quiere decir que yo trabajo con toda la realidad.” Además de su labor poética, Raúl González Tuñón escribió varias obras de teatro: El descosido, La cueva caliente y, en colaboración con el poeta Nicolás Olivari, Dan tres vueltas y se van.
Hay una película francesa cuyo título me da pie a este momento de nuestro espectáculo, ese título dice: “Préparez vos Mouchoirs”, préparez vos mouchoirs es preparen sus pañuelos, preparen sus pañuelos señoras y señores que ha llegado el tiempo de llorar. Y recordando a mis padres en la historia universal del teatro, los griegos, que decían es bueno que de tanto en tanto las sociedades hagan catarsis llorando y llorando, hasta tocar fondo para extraer lo mejor de uno mismo.
Este es el momento de mi espectáculo donde yo preparo mi pañuelo, y preparo mi pañuelo porque voy a hablar de un amigo muy querido con el que ya no puedo conversar, porque se fue a vivir a otra galaxia y supongo que debe andar por ahí escribiendo instrucciones para subir a una estrella. Este amigo mío tiene la costumbre de aparecerse en sueños de golpe y de golpe así como aparece se va, sin darme tiempo a nada, pero siempre, ¿saben?, en cada uno de esos sueños me deja el mismo mensaje: escribíme Susana, escribíme, contáme. Y yo le escribo, le escribo cartas larguísimas como estas que dejo en el viento, porque solo el viento conoce la casa donde sigue viviendo este argentino tan nuestro, que no podía pronunciar las erres, ese maravilloso Julio, ese irrepetible Cortázar.
Querido Julio, como sé que te gustaban mucho esos vendedores ambulantes, divinos macaneadores que te vendían un pelapapas que una vez comprado no pelaba ninguna papa y no servía para nada, esos vendedores ambulantes que hacían muñequitos de papel, que manejaban con hilitos invisibles hasta darles vida, aquellos divinos macaneadores, Julio querido, ya no están, han sido reemplazados por otros vendedores. Sabés lo que venden Julio, ¿a qué no sabes? Venden plantillas pinchudas importadas de la China, según ellos si usás esas plantillas y caminás cien cuadras por día adelgazás, eso no es todo, también venden pajaritos de felpa importados de Japón y una pomada mágica que quita los dolores, todos los dolores, y la pomada tiene una extraña inscripción que asegura que viene directamente del Tibet. Horroroso Julio, te cuento que es horroroso. Los divinos macaneadores que tantas alegrías nos dieron a vos y a todos los argentinos ya no son vendedores ambulantes, siguen vendiendo pero ahora tienen sitio fijo, despacho con alfombras, salen en televisión, salen en las tapas de algunas revistas, y ya no son pobres ahora son ricos y famosos, chau los pelapapas, chau muñequitos de papel, la gente está demasiado apurada.
Te acordás de ese tango que te gustaba tanto, ese tango de Laurens que dice “como cambian las cosas, los años…”; ahora no hace falta que pasen los años, las cosas cambian a tal velocidad que el titular de la tarde desmiente al titular del diario de la noche y el titular del diario de la noche es desmentido por el titular del diario de la mañana. Te explico: Hay un crimen, un crimen horrible, el diario dice “fue encontrada el arma asesina”, por la tarde el diario dice “el arma encontrada no es el arma asesina” al día siguiente el diario dice “son inútiles los esfuerzos para encontrar el arma asesina”, la noticia final es desconsoladora, nunca existió un arma asesina, nunca existió ese crimen, la víctima se suicidó, parece que estaba deprimido.
En cuanto al amor Julio, también figura en los diarios, al lado de las cotizaciones de la bolsa encontrarás estos avisos: “futbolista muy viril te espera en su departamento” y ¿te cuento otro?, “grandota linda de cara te espera solita en casa”. ¿Qué me contás?, y sigo ampliándote la información. El otro día murió un actor, en los últimos tiempos la crítica lo había descuartizado “lamentable actuación de un actor del que se esperaba mucho más, deslucida actuación de un actor, una buena obra teatral y un actor que no merece ese texto”, insisto el otro día murió ese actor, ¿sabés cuál fue el titular de las primeras planas?, ha muerto una gloria de la escena nacional”, vos me dirás “por eso Susana lo que hizo Gardel fue mágico”, sí Julio, fue mágico. Pero tengo la sospecha de que en nuestro país hay que morirse para que te perdonen la vida, porque si estás vivo, molestás, pensás, tenés ideas, sos un testigo, opinás, te indignás, es embromado esto, es triste, es muy injusto. Y al mismo tiempo recuerdo que en Rayuela vos escribiste “es necesario cambiar la vida, sin moverse de la vida”, sí, es necesario cambiar la vida, viviendo como en una frontera, como con una bandera levantada aunque el enemigo este cerca, aunque parezca que avanza. De la vida no nos sacará nadie, y nadie nos sacará la ilusión de haber vivido cambiando la vida. Mientras tanto yo sigo escribiendo y esperándote en algún café de París, para llorar un poco, juntos, porque llorar juntos es como sonreír.
Hermano, si ésta te escribo confiando que la recibas, es porque mucho me digo que es algo más que misiva. A en ella mi voz amarga desde tanta soledad: otra vez la adversidad me ha caído con su peso, de nuevo me encuentro preso víctima de la sociedad.
Condenado porque pienso. Éste es mi crimen, hermano, y sometido al suspenso de un juez de ciega mano ̶ nada bueno, espero en vano ̶ caerá el golpe sordo de la sentencia que luego en un número señalado del mundo me habrá alejado y del cual siempre reniego.
Mis ideales conocés y de eso estoy acusado por hombres que desconocen los derechos que he cantado, y todo lo que he luchado para ellos es delito, mas no ha de callar mi grito ni cesar mi rebelión: no me importa la prisión, yo sueño un bien infinito.
Porque si ser idealista es vivir en el pecado, bien claro salta a la vista por qué vivo desclasado; otra vez me han apresado y me van a condenar, mas no habrán de sofocar mi actitud de rebeldía por lo que debo luchar.
Puesto que conocés ya los motivos de esta carta escrita en la soledad, donde el hambre se descarta, no pienses nunca que harta el alma por la maldad de la infame sociedad, se habrá de entregar vencida. Yo busco el sol de una vida que a todos dé libertad
.
ENCHABONADA
Yo, que te embagayé con mi ternura, que en vos me hice chanta y que por vos con esta chifladura vivo la más posta metedura con un cuore gorrión que te la canta.
Yo, que te hice a mí cuando ya nada a la vida, creelo, le pedía, entro a junarte y hoy enchabonada sé que te tengo porque estás ganada entera como sos, sin fulería.
Hoy te quiero encara. Voy a batirla con esta lealtad con que chamuyo. Me era igual empezarla que finirla, llegaste vos, oí… voy a decirla: pa’ mí sos todo, mi beguén, mi orgullo.
Te quiero, lo sabés, y sos mi vida, chalao me entrego a tu ternura mansa. No pido más y en la contrapartida de la suerte, entendé, soy una herida que me cerraste a besos y esperanza.
Me ganaste cuando ya de recalada iba a estararme estando para el quedo. Mi vida era baraja rejugada, andaba propiamente pa’ la nada, ¡yo, que siempre supe cuando puedo!
Me hice de vos y en vos engayolado encontré la precisa salvadora. En tus manos el cuore va entregado y es mi deber saber que estoy jugado. Yo nunca fui feliz… ¡lo soy ahora!
Pero entiendo, y te hablo francamente, que si me salvo yo a vos te hundo. mi deber es hablarte claramente, quiero que entiendas que yo voy al frente. ¡De que me querés vivo otro mundo!
Y me declaro entero. Me desnudo. Te bato mi verdá, vos entendela. Tengo que abrirte y es un golpe rudo. Salvate… estás a tiempo. Esto es muy crudo. No queda otro camino. Comprendela.
Alguna vez he vuelto ̶ quien lo duda ̶ a lo ya inexistente que me da el pasado. He regresado como un convidado que le pidió al recuerdo dulce ayuda.
Volví a los muros de la derruida casona que me dio patios y flores, la primera aventura y sus temores pero antes el misterio de la vida.
Y regresé a las voces sucedidas, a imágenes que fueron tan queridas en los años distantes de mi infancia.
Lo no visto lo vi sin ser viajero en un minuto ̶ ¿un siglo? ̶ que me devuelve a mí con su fragancia.
…Julián era un hombre triste que sonreía. …su tristeza es la tristeza de un hombre que se encuentra ante el dilema de ser sincero en un mundo de hipócritas, valiente en un mundo de cobardes, bueno en un mundo de malvados.
César Tiempo (prólogo del libro “Piel de palabra, La musa maleva y otros poemas inéditos”).
Vocabulario
batir: decir. beguén:capricho amoroso. embagayar: enredar. enchabonado: en amor, estar entregado del todo. cuore: corazón. chamuyo: hablar envolviendo con la conversación a alguien. chanta: pobre, olvidado. En otro sentido, tipo molesto. finir: del italiano: terminar. fulería: cosa, actitud, conducta inmerecida. Ser víctima de una fulería. junar: conocer. metedura: se dice del individuo ganado por una pasión. posta: que tiene calidad: trabajo “posta”; mujer atractiva.
Quienes se creen graciosos suelen llamarme Triple Efe; quienes me quieren bien se limitan a la primera sílaba de mi primer nombre y, entonces, me dicen Fer. Estoy cursando quinto año del bachillerato y, según parece, tengo una inteligencia más que regular y soy uno de los mejores alumnos. Me gustan las ciencias, pero más me gustan las letras y me agradaría, cuando domine mejor el idioma, escribir novelas con argumentos complicados, como, por ejemplo, David Copperfield.
Mi papá es el doctor Marcelo Ferretti, abogado de prestigio y con fama de hábil hombre de negocios. Es inteligente, perspicaz, eficaz e impaciente: como él mismo dice, «si hay que hacer algo, se hace en seguida, y a otra cosa». Aborrece el fútbol y, en general, toda actividad que dé lugar a «manifestaciones masivas de la inagotable estupidez humana». Mi mamá aparenta estar siempre de acuerdo con lo que él dice.
Habitamos un enorme piso de una torre de la calle Juramento, cerca de la estación Belgrano R. Creo que se nos puede llamar gente de clase media alta: vivimos con holgura, nos tomamos vacaciones en lugares costosos, y viajamos con cierta frecuencia fuera del país. Yo, con sólo diecisiete años, conozco Estados Unidos, Canadá, México y Brasil, además del Uruguay (pero, ¿quién no ha estado alguna vez en el Uruguay?). También conozco la mayor parte de los países de Europa occidental. Como soy asiduo lector de Dickens y de Conan Doyle, me hubiera gustado conocer Londres, pero mi papá dice que, si consintiese en que un solo centavo suyo fuera a parar a las garras de la BBA (Bestia Británica Asesina), él, como castigo, se impondría la penitencia de destapar cloacas veinticuatro horas diarias durante el resto de su vida. El respeto a esta cuestión de principios nos ha llevado a conocer lugares tan extravagantes como Islandia o Letonia, eludiendo, a la vez, las islas cuyo mero contacto habría condenado a mi papá al perpetuo trajín cloacal.
Cuando tenía diez años me ocurrió algo que me atrevo a calificar de decisivo. Hasta ese momento, yo tenía la idea de una cierta actividad llamada fútbol que ocurría sobre todo —y quizás exclusivamente— en televisión.
Cierto día de aquella época pasada, recibí, de parte de Diego Martín Viale, una invitación para ver, en el propio estadio, un partido de fútbol. Así, y sin saber bien por qué, me encontré en el asiento trasero de un auto, junto a Diego Martín Viale, que, además de vivir en mi mismo edificio, es mi amigo de toda la vida. El auto era manejado por el padre de Diego y, junto a él, viajaba un amigo de éste, llamado Tito. El auto tomó La Pampa y después la avenida Figueroa Alcorta: todos íbamos al estadio de River Plate, donde el equipo local jugaba contra Racing.
El padre de Diego, Diego y el amigo llamado Tito eran, según siempre lo proclamaban clamorosamente, hinchas de River. Los tres se cubrían con gorritos blancos y rojos que ostentaban el escudo de River y diversas leyendas; además llevaban cornetas y banderines blancos y rojos.
Yo, en cambio —ya que el fútbol no me interesaba—, no llevaba distintivo alguno.
En el estadio nos ubicamos en la tribuna oficial, donde estaban los hinchas de River. Sucedió que —según algo ya parecido a una costumbre— también en esa ocasión River derrotó a Racing.
Todos los de nuestra tribuna festejaron el triunfo de River. Todos, menos yo. Porque a mí, al ver —por primera vez en mi vida— a Racing en el campo de juego, con sus jugadores vestidos con pantalones negros y camiseta a franjas verticales celestes y blancas…, ¿qué me pasó?
Me pasó que, a pesar de que Racing había perdido, ¡me enamoré de la Academia!
Y, entonces, en vez de compartir la alegría y la exultación de los riverplatenses que me rodeaban, sentí deseos de hallarme en la otra tribuna, en la tribuna alta que está de espaldas a la avenida Figueroa Alcorta, de estar en aquella tribuna también repleta, repleta de personas cuyos rostros yo no podía discernir, pero que tenían banderas y bombos y estandartes celestes y blancos.
Adaptación radiofónica de la novela de Juan Rulfo, ”Pedro Páramo”.
Dirección y edición: Diego Contreras Calderón Música (en orden de aparición): La llorona – Antonio Bribiesca Solo tu – Elliot Goldenthal Chamán – Adrián Bac Tensión campirana – Uriel Salinas Reséndiz La esposa virgen – Jorge Avendaño Lührs Rain prayer – Krys Mach Obertura El manantial – Jorge Avendaño Lührs
Poeta cubano que hizo de su persona el prototipo de poeta maldito y esteta. Nació en La Habana, en el seno de una familia de ricos hacendados de origen vasco, pero que se arruinó cuando él era niño, por lo tanto, pasó de la opulencia a la miseria. Afectado de tuberculosis, toda su vida vivió esperando la muerte que le llegó joven. Incorporó como propio todo el exotismo de la languidez finisecular estética del tardo romanticismo, de los parnasianos y modernismo, llevando una vida bohemia e inventándose su vida. Sus modelos éticos y estéticos eran los poetas franceses Charles Baudelaire y Théophile Gautier, y su escenario favorito París, ciudad que nunca visitó, tal vez, por su estado de salud, que le impidió salir de Cuba, excepto en una ocasión en la que viajó a Madrid. Su primer libro de poesías, que hay que considerar dentro del romanticismo, Hojas de viento (1890), está marcado todavía por las influencias de románticos españoles como Campoamor, Zorrilla o Bécquer, aunque también hay crispaciones a lo Heine o Leopardi y se anuncia Baudelaire y Gautier. Todas estas influencias significan que todavía no es una obra original, sino un ejercicio literario sobre lo estudiado pero no interiorizado, hecho propio. En el segundo libro, Nieve (1892), ya el título sugiere el modernismo, pues si hay algo exótico en el Caribe es la nieve, y en él, el tono pesimista aristocrático, así como la preocupación formalista en métrica y léxico, son propias del modernismo de Darío y Gutiérrez Nájera y, por supuesto, de Verlaine. Y así se llega a su tercer y último libro, Bustos y rimas(póstumo, 1893), el más original y personal donde se anunciaba un gran poeta llamado a renovar las letras hispanas. Es un libro sombrío y audaz en el que se rinde culto a las sensaciones, los símbolos, el gusto por las culturas exóticas desde la helenista, el rococó o el japonismo, pero en el que todo se vive y cuenta desde el interior, sin paisajes externos. Su muerte impidió que su obra se desarrollara, por eso es un poeta muy valorado como símbolo y ejemplo de vida.
Juticalpa, Olancho, 1902-1991. Vino al mundo un 12 de mayo. Sus padres fueron: Don Luis Suárez, profesional del derecho, y Amelia Zelaya Bustillo, una bella mujer proveniente de una de las familias más ricas de Olancho. Clementina Suárez realizó sus estudios primarios en su lugar de origen y luego, en 1918, se trasladó a Tegucigalpa, donde estudió en una escuela privada para señoritas. Desde niña manifestó su clara vocación de poeta. En 1930 publicó Corazón Sangrante, el primer libro de poemas de una mujer hondureña. Viajó a México, donde, en contacto con un medio más evolucionado, publicó Templos de Fuego, Iniciales y De mis sábados el último (1931). En Costa Rica publica Engranajes (1935). Después de residir en Nueva York se traslada a La Habana, donde sale a la luz Veleros (1937) ya en una forma totalmente nueva. En San Salvador, el Ministerio de Cultura le edita su libro Creciendo con la hierba. Pero la línea de su actividad no se limita a la poesía; publica en Honduras la revista Mujer y funda en México una galería de arte centroamericano. En San Salvador funda El Rancho del Artista, donde, además de tener una exposición permanente, se escucha la voz de Miguel Ángel Asturias, Salarrué, Pablo Antonio Cuadloira, Eunice Odio y otros valores de América. En Tegucigalpa funda la primera galería de arte, a la que llama Morazánida. No pertenece a ningún grupo, porque ella crea los grupos. Colaboró con diarios y revistas escribiendo artículos, entrevistas y semblanzas. Fue una madre soltera. Tuvo dos hijas: Alba y Silvia. Posteriormente contrajo matrimonio con el poeta Guillermo Bustillo Reina, hondureño, y más tarde con el pintor José María Vides, salvadoreño. Se divorció de ambos porque consideró que le interrumpían en su carrera y en su forma de pensar y vivir. Recibió el Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” en 1970.
Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva. Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo. –¡No! –Sí. Una mujer. –¿De dónde la trajo? Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó: –¿Por dónde anda Ernesto? En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté: –¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía. –¿Saben quién es la mujer que trajo el turco? Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años. –Atorranta, ¿no? Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos. –Si no fuera la madre… No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente. –Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos. Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso. –Pero es la madre. –La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos. –Y se los come. –Claro que se los come. ¿Y entonces? –Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros. Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo: –Se acuerdan cómo era. Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal. –Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros. Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros. –No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal. Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar. –No se lo deben de haber prestado. –A lo mejor se echó atrás. Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia: –No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy. –¿Cómo será ahora? –Quién… ¿la tipa? Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia. –Esto es una asquerosidad, che. –Tenes miedo –dije yo. –Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros: –Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser. –No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos. Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo. Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó: –¿Y si nos echa? Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre. –Es Julio –dijimos a dúo. El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos. –Se la robé a mi viejo. Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo. –Fumaba, ¿te acordás? Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza. –¿Cuánto falta? –Diez minutos. Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado. Julio apretó el acelerador. –Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta. –¡Qué castigo ni castigo! Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más. –¿Y si nos hace echar? –¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita: –Llévalos arriba. La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros: –A ver si nos sacan una muela. Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja. –Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó: –¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro! Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco. Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó: –¿Quién pasa? Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros. –Qué sé yo. Cualquiera. Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame. –¿Bueno? Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido. –Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto. Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto. Cerrándose el deshabillé lo dijo.
La roja sangre del monte, allá adentro de los obrajes, es savia derramada de algarrobos seculares. Que se mezcla con los soles degollados del ocaso, notarios inmutables del azogue filo de los hachazos. Desolación de los montes, madera de sangre y de sal allá en los rudos obrajes oliendo a medio jornal. Allá donde el filo de las hachas ardientes quebrarán el vuelo de su rumbo vertical. Doliente tajo de sangre, llanto verde y forestal, osario de los silencios, tierra de greda inicial, donde soñaba en otrora su verde el algarrobal. Allá donde la savia derramada se mezcla con el acedo sudor de los hacheros. Gestos oscos, arrugadas sus frentes y el grito más antiguo, trepando sus gargantas, grito tan antiguo, que la misma memoria. Enrojecido grito geografía del dolor que ya no cabe en los huesos irredentos carcomidos por la injusticia. Ese grito ángel oscuro en la pluralidad del monte derrumbado, síntesis tremenda de la desolación.
Aquí cae mi pueblo. A esta olla podrida de la fosa común. Aquí es salitre el rostro de mi pueblo. Aquí es carbón el pelo de las mujeres de mi pueblo, que tenían cien hijos, y que nunca abortaban como las meretrices de los salones refinados, en que se compra la belleza.
Aquí duermen los ángeles de las mujeres que parían todos los años. Aquí late el corazón de mis hermanos. Mi madre duerme aquí, besada por mi padre. Aquí duerme el origen de nuestra dignidad: lo real, lo concreto, la libertad, la justicia.
Una corriente de brazos y de espaldas nos encauza y nos hace desembocar bajo los abanicos, las pipas, los anteojos enormes colgados en medio de la calle; únicos testimonios de una raza desaparecida de gigantes. Sentados al borde de las sillas, cual si fueran a dar un brinco y ponerse a bailar, los parroquianos de los cafés aplauden la actividad del camarero, mientras los limpiabotas les lustran los zapatos hasta que pueda leerse el anuncio de la corrida del domingo. Con sus caras de mascarón de proa, el habano hace las veces de bauprés, los hacendados penetran en los despachos de bebidas, a muletear los argumentos como si entraran a matar; y acodados en los mostradores, que simulan barreras, brindan a la concurrencia el miura disecado que asoma la cabeza en la pared. Ceñidos en sus capas, como toreros, los curas entran en las peluquerías a afeitarse en cuatrocientos espejos a la vez y cuando salen a la calle ya tienen una barba de tres días. En los invernáculos edificados por los círculos, la pereza se da como en ninguna parte y los socios la ingieren con churros o con horchata, para encallar en los sillones sus abulias y sus laxitudes de fantoches. Cada doscientos cuarenta y siete hombres, trescientos doce curas y doscientos noventa y tres soldados, pasa una mujer. A medida que nos aproximamos las piedras se van dando mejor.
Sorprendiste a mi muchacho menor, en su espontaneidad tardía. Te vio al pasar y quedó pasmado advirtiendo, que ya no eres aquel hombre apuesto que conociera y quien por aquel tiempo, me desvelaba el sueño; cuando sus almanaques eran aún escasos.
Por entonces, tenías los ojos vívidos y con sólo fijarlos en el rostro, parecías penetrar la propia visual; con gesto resuelto, la palabra amable y el toque siempre presto y afectivo.
La farsa de la conquista del poder político en el ámbito público, que a veces logra desquiciarnos, demandó de tu salud, para que le entregaras tempranamente la belleza joven y el donaire. Y, habiéndote dado cuenta de tanta palabra y hecho fingidos, decidiste conceder a la temprana vejez, esa mirada que ahora está rendida y el rictus amargo del “jaque mate” de tu estúpido juego de influencias; de ajedrecista mediocre en un tablero derrotado.
Valían la pena tantas jugadas erráticas, entre los intereses mundanos, donde los soberbios esgrimen acciones y palabras falsas; para su ración de poder cicatero, que juega con el hambre de los pobres y la pureza, de las ambiciones tempranas.
En la habilidad de los discursos, que se llevaron ovaciones compradas en los saltos adolescentes. Recuerdo, aquella manifestación partidaria, donde vendieron sus gritos y carteles, por un sórdido billete sucio; que ni siquiera llenaría por dos días, sus estómagos desiertos.
Fantasías; por mejorar contextos de vida degradantes, con el movimiento ingenuo de unas piezas, que ni siquiera estaban hechas de madera estacionada; pues fueron arrancadas de gajos aún verdes, sin el menor de los escrúpulos.
Creencias; en las jugarretas de los discursos convencidos de oradores de escaso mérito, que pueden vender su alma y corazón a cualquiera, con tal de ganarse la medalla barata de la complacencia. Regodeo de porciones de pueblo, desheredados de una mínima cultura y conocimientos básicos de las verdaderas realidades de toda índole; por las que trascienden.
Pero, “al todo vale”, duplicaste y triplicaste aún, tus apuestas al tiempo y convencido de que hacías lo mejor; con un triunfo alegre guiñándote el paso.
Y perdiste. Como extravían la sensación del borde de un pozo oscuro, aquéllos que se vuelven ciegos por una ambición inmadura y ecuestre; mientras han jugado todas sus fichas, al equino de turno en el hipódromo de la suerte…
Perdiste, en el teatro de las marionetas avaras que arrastran las voluntades populares y jamás se percatan de cuánto desperdiciaron en la contienda.
Tardíamente, en la actualidad, no tienes un juicio veraz de las ganancias, ni de las pérdidas.
Y yo, me quedo guardando tu sonrisa amable; aquella mirada benigna y un torpe embeleso por tanta ambición desmedida, que también se evapora al tiempo de mis propios años. Mientras, no dejas seño de grandeza, para que mi hijo todavía muchacho, aprenda algo de lo que dejaste…
Vengo desde el ayer desde el pasado oscuro y olvidado con las manos atadas por el tiempo con la boca sellada desde épocas remotas
Vengo cargada de dolores antiguos, recogidos por siglos, arrastrando cadenas largas e indestructibles. Vengo desde la oscuridad, del pozo del olvido con el silencio a cuestas, con el miedo ancestral que ha corroído mi alma desde el principio de los tiempos.
Vengo de ser esclava por milenios, esclava de maneras diferentes: sometida al deseo de mi raptor en Persia, esclavizada en Grecia bajo el poder romano, convertida en vestal en las tierras de Egipto, ofrecida a los dioses en ritos milenarios vendida en el desierto o canjeada como una mercancía.
Vengo de ser apedreada por adúltera en las calles de Jerusalén por una turba de hipócritas, pecadores de todas las especies que clamaban al cielo mi castigo.
He sido mutilada en muchos pueblos para privar mi cuerpo de placeres y convertida en animal de carga, trabajadora y paridora de la especie. Me han violado sin límite
en todos los rincones del planeta sin que cuente mi edad madura o tierna o importe mi color o mi estatura.
Debí servir ayer a los señores, prestarme a sus deseos, entregarme, donarme, destruirme, olvidarme de ser una entre miles.
He sido barragana de un señor en Castilla, esposa de un marqués y concubina de un comerciante griego, prostituta en Bombay y en Filipinas y siempre ha sido igual mi tratamiento.
De unos y de otros siempre esclava, de unos y de otros dependiente, menor de edad en todos los asuntos, invisible en la historia más lejana y olvidada en la historia más reciente.
Yo no tuve la luz del alfabeto. Durante largos siglos aboné con mis lágrimas la tierra que debí cultivar desde mi infancia.
He recorrido el mundo en millares de vidas que me han sido entregadas una a una y he conocido a todos los hombres del planeta.
Los grandes y pequeños, los bravos y cobardes, los viles, los honestos, los buenos, los terribles, mas casi todos llevan la marca de los tiempos. Unos manejan vidas como amos y señores, asfixian, aprisionan y aniquilan. Otros dejan almas comercian con ideas, asustan o seducen, manipulan y oprimen.
Unos cuentan las horas con el rutilo del hombre atravesado en medio de la angustia. Otros viajan desnudos por su propio desierto y duermen con la muerte en la mitad del día.
Yo los conozco a todos, estuve cerca de unos y de otros, sirviendo cada día, recogiendo migajas, bajando la cerviz a cada paso, cumpliendo con mi karma.
He recorrido todos los caminos he arañado paredes y ensayado silencios tratando de cumplir con el mandato de ser como ellos quieren mas no lo he conseguido.
Jamás se permitió que yo escogiera el rumbo de mi vida. He caminado siempre en una disyuntiva ser santa o prostituta.
He conocido el odio de los inquisidores que a nombre de la santa madre iglesia condenaron mi cuerpo a su servicio y a las infames llamas de la hoguera. Me han llamado de múltiples maneras: bruja, loca, adivina, pervertida, aliada de satán, esclava de la carne, seductora, ninfómana, culpable de los males de la tierra.
Pero seguí viviendo, arando, cosechando, cosiendo, construyendo, cocinando, tejiendo, curando, protegiendo, pariendo, criando, amamantando, cuidando y sobre todo amando.
He poblado la tierra de amos y de esclavos, de ricos y mendigos, de genios y de idiotas, pero todos tuvieron el calor de mi vientre, mi sangre y su alimento y se llevaron un poco de mi vida.
Logré sobrevivir a la conquista brutal y despiadada de Castilla en las tierras de América pero perdí mis dioses y mi tierra y mi vientre parió gente mestiza después que el amo me tomó por la fuerza.
Y en este continente mancillado proseguí mi existencia cargada de dolores cotidianos, negra y esclava en medio de la hacienda me vi obligada a recibir al amo cuantas veces quisiera sin poder expresar ninguna queja.
Después fui costurera, campesina, sirvienta, labradora, madre de muchos hijos miserables, vendedora ambulante, curandera, cuidadora de niños o de ancianos, artesana de manos prodigiosas, tejedora, bordadora, obrera, maestra, secretaria, enfermera, siempre sirviendo a todos, convertida en abeja o sementera cumpliendo las tareas más ingratas moldeada como cántaro por las manos ajenas.
Y un día me dolí de mis angustias un día me cansé de mis trajines, abandoné el desierto y el océano, bajé de la montaña, atravesé las selvas y confines y convertí mi voz dulce y tranquila, en bocina del viento en grito universal y enloquecido.
Y convoqué a la viuda, a la casada, a la mujer del pueblo, a la soltera, a la madre angustiada, a la fea, a la recién parida, a la violada, a la triste, a la callada, a la hermosa, a la pobre, a la afligida, a la ignorante, a la fiel, a la engañada, a la prostituida.
Vinieron miles de mujeres juntas a escuchar mis arengas, se habló de los dolores milenarios, de las largas cadenas que los siglos nos cargaron a cuestas. Y formamos con todas nuestras quejas un caudaloso río que empezó a recorrer el universo ahogando la injusticia y el olvido.
El mundo se quedó paralizado los hombres y mujeres no caminaron se pararon las máquinas, los tornos, los grandes edificios y las fábricas ministerios y hoteles, talleres y oficinas, hospitales y tiendas, hogares y cocinas.
Las mujeres, por fin, lo descubrimos. ¡Somos tan poderosas como ellos y somos muchas más sobre la tierra! ¡Más que el silencio y más que el sufrimiento! ¡Más que la infamia y más que la miseria! Que este canto resuene en las lejanas tierras de Indochina en las arenas cálidas del África, en Alaska y América Latina, llamando a la igualdad entre los géneros a construir un mundo solidario –distinto, horizontal, sin poderíos- a conjugar ternura, paz y vida, a beber de la ciencia sin distingos, a derrotar el odio y los prejuicios, el poder de unos pocos, las mezquinas fronteras, a amasar con las manos de ambos sexos el pan de la existencia.
Ella camina adiestrando los zapatos incómodos como ordinarios. Con su vestimenta provocativa, busca llamar la atención.
Los neumáticos no se detienen y la llovizna empaña las vidrieras mediocres de los suburbios porteños. Esa noche, presiente que el dinero será escaso y piensa en las agudas maldiciones, o la penitencia denigrante de su padrastro.
Antes de cruzar la avenida, queda mirando las hojas que el adelantado invierno sembró, como tapices, en la acera.
̶ ¡Qué colores bonitos! ¡Allí está mi preferido!
Hace frío. Para cubrir su pronunciado escote, levanta el cierre de la camperita con tachas. Del otro lado de la calle, tal vez, haya por lo menos, un cliente. La encandilan los faros de los automóviles. Anaranjados, rojizos…
̶ ¡Amarillo!..
Y su exclamación se confunde entre bruscas frenadas.
Amarillo, sí. ¡Amarillo! Como el color del vestidito que tanto deseó tener. Ése que en el escaparate de la tienda la deslumbrara, no tantos años atrás.
Se toca la frente. La lluvia le ha mojado el pelo y ella piensa que fue en vano comprar ese champú caro para que le otorgue brillo.
̶ Pero… no debe ser bueno, es pegajoso. ¿O es sangre?
Los autos pasan, la gente no la observa, la noche la esquiva, no quiere ver una víctima más. Sólo la banquina es su amiga, su lecho, su refugio, donde más de una vez fue testigo de ese dinero sucio, pero indispensable para que no la echasen a la calle. ¿O sería mejor la calle? Tampoco, allí conviven los vicios, el delito los robos, la droga. Ésa que en reiteradas oportunidades le ofrecieron y nunca aceptó, siguiendo lo consejos de su madre, que, como en una pesadilla, la vio morir, escuálida y temblorosa, precisamente, por sobredosis.
Ella, entreabre lo ojos.
̶ Amarillo… ¡Qué bonito era el vestido! Con botones, moños, voladitos… Todo amarillo…
Se detenía a mirarlo mientras aferraba con manos flacas y uñas sucias, el mandado alcohólico que apenas podía sostener. Y tristemente comparaba ése canesú alforzado, con su ropa descolorida y deforme.
Con la respiración pausada busca brisas para un sueño:
̶ Algún día tendré un vestido de ese color, amarillo, amarilloooh…
Siente zumbidos y cosquillas en la piel. Y repiqueteos, como de campanarios de iglesias, ésos, que tanto gustaba oír…Se esfuerza en escuchar, comprender, preguntar…
̶ ¿Dónde van los niños abusados? ¿Y los chicos sin familia?
Ve un mapamundi, parecido al que nunca pudo tener, chiquito, que se aleja,… confundiendo la tierra con el cielo…Y palomas blancas, muy blancas que le hacen caricias.
̶ ¡Qué lindas son las caricias!..
Y ve palomas, muchas palomas… cuyos aleteos se tornan… amarillos.
En este mi país, el sueño es posible, si soy tierra y nación. En donde,
MI PAISAJE, esté curado de devastaciones del verde de los campos, sin heridas, sin conflagraciones de pirómanos. Limpia, guardando en sus entrañas, solo las huellas de las nuevas vidas con llantos enérgicos tras las colinas de sus madres, para el alimento. Con un sol siempre sonriente acariciando rostros de niños y ancianos, y, manantiales depurados de cuerpos de desaparecidos. Con mares, pero no de lágrimas. Donde la niebla se deje abrazar y la luna no entristezca.
EL CLIMA, sea el que otorgue la calidez de la palabra, la sonrisa transparente y el amor auténtico. Que alimente sin variantes y sin manos que lo obliguen a cambiar su estado natural.
EL ORIGEN ETNICO DE LOS HABITANTES, donde los predominantes sean los raizales con matices extranjeros.
MI LENGUA, sea un castellano esencial, una lengua propia que hable por su pueblo. El lenguaje corporal y el hermoso de los guiños.
La DIMENSIONES DE LA ciudad- CAPITAL, sea suficiente para restablecer el vecindario y que prime la tranquilidad.
La FORMA DE GOBIERNO, sea una autoridad sabia e incorruptible, con sentido del derecho y el deber en equidad y en justicia.
Las MEDIDAS DE SEGURIDAD, sean las naturales que solo se produzcan por las rejas de la lluvia y las que cada quien desde su moralidad otorgue a los vecinos. Aplica, mi libertad termina donde comienza el derecho ajeno.
Las FUENTES DE ENERGÍA NATURAL, sean el agua, el sol, el amor, la confianza y la lealtad.
Las ACTIVIDADES ECONOMICAS, se basen en agricultura, pesca, trabajo para todos, a una debida edad, sin mutilaciones al planeta, más que por excepciones de salud. Nada que depreda, para las vanidades.
Los MEDIOS DE TRANSPORTE, sean las carretas tiradas por caballos, aviones empujados por el aire y balsas impulsadas por los peces.
La ARQUITECTURA, sea sencilla, práctica, cómoda sin extravagancias que produzcan ansiedad por competencias y conlleven al delito.
Mis MUEBLES Y UTENCILIOS DEL HOGAR, sean en madera, chimeneas convocantes, vajillas en materiales originales y hojas de plátano para las cenas familiares.
Mi VESTIDO FORMAL, superados los tabús y la competencia de mercados, sean mantas para ellas y guayaberas para ellos en linos de todos los colores. En el mejor de los casos, la desnudez, donde el clima lo permita.
Las FUENTES DE INFORMACIÓN PÚBLICA, sean de nuevo, cartas de sobres que despiertan expectativas, correos de brujas, cuentos, bandos, las cabañuelas para predecir el tiempo.
Los MONUMENTOS, sean todo cuanto me provoque asombro.
Las DIVERSIONES PÚBLICAS toquen el espíritu como admirar el paso de los astros, la música en los deslices de los ríos, el eco, el abrazo de las corrientes del aire en montañas, el tropel de los pájaros en vuelo. Las apuestas al temor ante un animal salvaje, la risa y la carcajada que haga sonreír a otros.
La MONEDA, sea el trueque de bienes e intercambio de servicios.
El ESCUDO sea una vivienda.
La BANDERA sea el planeta en un raso ondeado por el viento.
La RELIGIÓN, sean los humedales y los dioses que los habitaron, para que retornen de las ciudades sus habitantes y que no se les llamen, plagas.
-Todo aquello que provenga de recursos renovables, que vuelvan a ocupar los espacios-.
Alguien se pasea sin paraguas bajo la lluvia. ¿Para apagar la locura que lo sigue como una sombra en llamas? ¿Para gozar como nadie, en ese instante, el cielo sobre su cabeza ¿O para tocar la lluvia con todo el cuerpo y ahogarse en su perfume?
Instantáneamente después de haberse amado, un hombre y una mujer quedan en silencio. ¿Angustiados al intuir que allí algo se ha roto para siempre? ¿Temerosos de presentir que es la muerte quien ordena esos pequeños cataclismos? ¿O felices de escuchar el eco de los gemidos que aún perduran en la penumbra?
Un padre y su pequeño hijo van por la calle tomados de la mano. ¿Quién elige el camino, quién el regreso? ¿Quién esa noche soñará que llevó de la mano al otro? ¿Y quién, al despertar, sabrá que él es el camino?
Un gorrión –ave deslucida– salta obsesivo de un árbol a otro y a otro. ¿Qué busca? ¿El espíritu del bosque? ¿La razón de su inquietud? ¿O escapar de los abismos del aire?
El otoño ensombrece a los árboles y se lleva al olvido la luz de las hojas. ¿Qué quiere demostrar? ¿Qué es el secuaz de la tristeza? ¿Qué es la tristeza misma engastada en el tiempo? ¿O que es el alimento irresistible de los exiliados del mundo?
Quien a menudo se interroga en el espejo, ¿qué espera? ¿Una respuesta que lo haría añicos? ¿Multiplicarse para repartir las penas? ¿O llegar al fondo de su maltratado corazón?
La nostalgia, antigua dama que sólo sabe dar opacidad al ojo y palpitación a la voz, apoya la cabeza en el hombro de una nueva víctima. ¿Qué hacer entonces? ¿Cortarle los cabellos llorosos y arrojarlos al fuego? ¿Morderle los labios hasta apagarle los suspiros? ¿O seguirla, enternecido, hasta su alcoba de niebla?
Un poeta escribió cierta vez que una mujer tenía en la voz la flor de una pena. ¿Dónde encontrar esa flor? ¿En los pantanos que el alcohol refleja en los vasos sin fondo? ¿En la memoria de algún colibrí que libó de esa flor hasta dejarla sin luz? ¿O en alguien que soñó con los jardines del paraíso y, puesto a morir, se hizo tatuar esa flor en el consuelo del pecho, para iluminar el ataúd?
Interminablemente los perros aúllan a la luna. ¿Es acaso un homenaje a sus ancestros, los tenores olvidados? ¿Es el aullido un arpón y la luna el linde oscuro de la ballena de Ahab? ¿O simplemente es un lamento que imita la voz de la vida?
¿Y si de pronto al doblar una esquina o mirar al fondo de un aljibe, como un sobresalto o un estallido, aparece la Belleza? No importa si en forma de revelado amor, de cielo en un prado nunca visto o de pájaro posado sobre una rama invisible. Importa que es ella, desnuda en toda su luz, invasora como el diluvio, real como la sangre de la historia. ¿Qué hacer entonces? ¿Cerrar los ojos y ordenar a la lengua el olvido del grito para no enloquecer? ¿Arrodillarse como el sediento ante el último espejismo? ¿O seguir de largo, imperturbable o con cierto vaivén de soberbia en los pasos, dado que la Belleza es sólo un reino fugaz?
Ahora bien: ¿qué miro yo tan fijamente en la llanura blanca cuando quiero escribir y el poema se niega? ¿Conejos en la nieve?
Bergman decía
sé como levantarme en las mañanas
cómo lavarme el rostro
cómo vestirme para salir al día
sé cómo cepillarme los dientes
cómo peinarme
cómo tomar café
sé cómo dirigir a mis actores
cómo marcar una secuencia
encuadrar una toma
pero no sé qué hacer con Dios
Bergman decía
no sé dónde guardarlo
no cabe en mis almuerzos
en ningún sitio cabe
decía Bergman
me duele la cabeza
decía
entonces la miraba a Liv Ullmann
y filmaba el infierno.
Son un dios en mi pueblo y mi valle No porque me adoren Sino porque yo lo hago Porque me inclino ante quien me regala unas granadillas o una sonrisa de su heredad O porque voy donde sus habitantes recios a mendigar una moneda o una camisa y me la dan Porque vigilo el cielo con ojos de gavilán y lo nombro en mis versos Porque soy solo Porque dormí siete meses en una mecedora y cinco en las aceras de una ciudad Porque a la riqueza miro de perfil mas no con odio Porque amo a quien ama Porque sé cultivar naranjos y vegetales aún en la canícula Porque tengo un compadre a quien le bauticé todos los hijos y el matrimonio Porque no soy bueno de una manera conocida Porque amo los pájaros y la lluvia y su intemperie que me lava el alma Porque nací en mayo Porque mi madre me abandonó cuando precisamente más la necesitaba Porque cuando estoy enfermo voy al hospital de caridad Porque sobre todo respeto solo al que lo hace conmigo Al que trabaja cada día un pan amargo y solitario y disputado como estos versos míos que le robo a la muerte.
«La Torre de Babel Ediciones®», es un proyecto editorial independiente, que propone la divulgación de autores israelíes contemporáneos, que escriben en español. Somos una editorial israelí, que encaramos nuestro trabajo, rescatando la filosofía original de aquellos editores, que se aventuraron a publicar aquello que, consideraban debía ser leído. La selección de las obras es de géneros variados, todos los que existen: relatos, poemas, entrevistas, novela histórica basada en hechos reales, poesía erótica, teatro, ensayo, judaísmo, filosofía. Diferentes expresiones para mirar esta sociedad, su pasado y su presente. Roberto Sánchez Soria Editor
«La Torá de Komlós», István Gábor BENEDEK
«Secretos Oscuros», Varios autores
«La última historia de amor», Andrea BAUAB
«Morir por la Argentina», Gustavo D. PEREDNIK
«La lira & la espada», David MANDEL
«El rescoldo», Sara STRASSBERG-DAYÁN
«Fractales de Plenilunio», Margalit SAGRAY-SCHALLMAN
«El último día», Mina WEIL
“Juglarías” …un poeta en Israel…
Facebook
Te invito a visitar la página de Juan Zapato en Facebook y cliquear en “Me gusta