“El portatoldos”, por Adrián N. Escudero

 

"Portatoldos": palabra que en Argentina se refiere a una suerte de caño soporte donde concluye la cobertura de lona que los comerciantes de las ciudades suelen desplegar -por un sistema de enrollamiento- para proteger del sol la exhibición de sus vidrieras (sobre todo en primavera y verano, donde en Santa Fe las temperaturas alcanzan los 45º). Con ese caño, gente como el autor, de 1.94 m. de altura y a instantes distraída, suele pegarse algunos golpes durísimos. Y en Santa Fe abunda la gente alta. Así que fue después de uno de esos golpes se me ocurrió el relato que comparto con ustedes.

Al Compromiso.
En especial, para el amigo Alfredo Di Bernardo,
militante de sueños y verdades…

Sucedió hace unos días.
Venía de formalizar una gestión para la oficina pública donde trabajaba, cuando aquello llegó.
Con la mente difuminada en la exégesis de sus (habituales) pensamientos (místicos) quijotescos (cada vez más obsesivos, hasta un cierto grado de paranoia leve si se quiere, pensarían ellos), estaba parado –o creyó estarlo- en esa esquina céntrica, revisando papeles de trabajo mientras oraba (sí, claro, oraba) mecánicamente, cuando aquello llegó.
Y lo golpeó.
Tal vez una alucinación de ese mediodía mesopotámico argentino (santafesino, quiero decir), enfermo de calor y de gentes nerviosas que flotaban como nubes eléctricas de sudor, maquinando ansiosas tormentas de negocios con destino de frustración, o, simplemente, apresurando el paso en busca de un ambiente hogareño acogedor, donde hacer realidad la promesa de saciedad asegurada por un energizante jugo de fruto estrujado (exprimido), o entonada por el rojo elixir de un vino tinto fresco (más bien helado y embriagador), que les madurara cansinamente la resignada expectación de las últimas malas noticias radiales por escuchar (la de las 13:00 horas, por supuesto) –porque las buenas, las buenas noticias siempre se archivan en las oficinas de la Redacción-, y rodeados (algunos de ellos, de esas gentes, al menos) por la atrevida locuacidad de sus hijos todavía en vacaciones, disputándoles sin querer a ellos (a algunos de ellos, de esas gentes, al menos) sus más íntimos espacios de atención frente al egoísta, necesario y ácido comentario de otra sufrida jornada laboral, sólo morigerada por la atenta cocina de ellas (para ellos, para esas gentes, al menos) con sus ensaladas y hamburguesas Mac Donald’s al paso (todo un lujo, porque algo es algo, carajo, y es que el juguete pone contento a los chicos, y muchos de ellos todavía -en el fondo- lo son), carne embutida con papas fritadas en aceite viejo, o microondeadas al seco, y servidas en una ruda mesa sin mantel, a todo vapor (porque no hay tiempo, ¿no hay?, no hay tiempo que perder, no hay…)
Es que son tiempos difíciles. Como siempre y, para ellos, más aún; esas gentes nerviosas, flotantes y rumiadoras, apresuradas y ansiosas, insatisfechas y casi (casi) resentidas, como él… (No, como él no, se dijo).
Hasta que llegó.
Llegó y lo golpeó. Eso sí, brutalmente, lo golpeó.
Vino volando y agitándose quién sabe desde qué manos invisibles desenredadas por el karma siniestro del Urbano Caos Municipal, y lo golpeó con dureza ahuecándole la frente en todo el diámetro de su tubo blandido y amenazante…
“Un portatoldos, carajo (volvió a repetir como exabrupto probado y gustado). ¡Un portatoldos! Común y corriente. ¿Pero cómo no lo vi?”. Y el ruido feroz de los automóviles se acalló por un instante en su mente embotada por el dolor…
Y fue entonces cuando el portatoldos erecto, con aquella sangre distraída goteándolo como una baba sanguinolenta por su boca de hierro macizo, no dejó que reaccionara; y, en seguida del golpe, con igual contundencia y el eco de una voz ronca reflejada en la vitrina del negocio de ropas custodiado de la húmeda torridez del ambiente, le espetó sin vueltas que dejara de ser rebelde y de protestar contra cualquier cosa y de luchar contra todo el mundo y de pelearse con el mundo. ¿Qué? Que era un reverendo cabeza dura y que golpes como ese iba a recibir de aquí en más todos los días si no cesaba con su ingenua prédica en favor de la Verdad, la Rectitud, el Compromiso y la Honestidad, y en contra de la mentira, lo indebido, la mezquindad y el oportunismo de los que viven -a causa de su mediocre existencia inimputable (a veces, y sólo a veces)-, usando como trapo sucio a los demás… Eso, entre otras cosas que el Portatoldos juzgaba fuera de moda o de una lógica trasnochada propia de un perfeccionista (idiota) -como él-, de un nimbado moralista e insano intelectual -como él-, perdido en la extravagancia revolucionaria e ignorado de plano por el exitismo concupiscente de un orbe impío y mercantilista… Sí, que Dios, y la Justicia, y la Solidaridad, y la Paz, y la Responsabilidad y la Responsabilidad; sí, y la Reponsabilidad, la Responsabilidad, la Responsabilidad… Y que la Fe, y la Esperanza, y la Caridad, y que… ahora, ahora (no después, no mañana, no nunca) era la Hora Que Había Sido Anunciada, el momento de comenzar a edificar la Nueva Sociedad…
¡Que a vino nuevo, odres nuevos!, se escuchó gritarle, de pronto, a la desafiante mirada de aquellos rostros de gente estupefacta (de aquella gente, al menos), que por allí pasaba, y que le perforara otra vez, a pura indiferencia nomás, su cabeza partida, como desorbitada… Henchidos como sapos barrosos y plenificados en la inconsciencia de sus pecados capitales, fueron como una turba ciega que no pudo o supo verlo arrojado impunemente al piso, sin prestarle la más mínima atención…
Después, no sabe qué pasó.
Pero algo debe haber pasado. “Primero”, porque los que criticaban su conducta (demasiado) idealista y poco práctica, al verlo tan cambiado y parecido a ellos, se desorientaron.
No podían criticarlo más. ¡No podrían criticarlo más! Y lo que es peor, es decir, “Segundo”, ahora, ahora le pedían -¡por favor!- que no exagerara, que en realidad eran ellos los que se habían ensañado con él, que en verdad era un buen tipo y que no pasaba nada, que por favor -¡por favor!- volviera a ser como antes, que no se fuera al otro extremo, que personas como él eran necesarias para la humanidad, que etcétera, etcétera, y etcétera…
Pero no puede. Roto el encanto, por el hueco de su cabeza deben habérsele ido todos los ideales de nobleza y perfección. Su alma; eso. Y ahora es -¡por fin!-, íntegramente de este mundo, de este maravilloso, inaudito, impío y mercantilista orbe planetario: y sólo de carne y hueso. Tan sólo de carne y hueso. Como la de ellos. Tan de carne y hueso como la de aquellas gentes (como la de ellos), que seguirían nerviosas, flotantes y rumiadoras, apresuradas y ansiosas, insatisfechas y resentidas, ahora, ahora también como él…

Por eso se ha permitido advertirles a sus amigos, que dejen de pensar sobre él como lo hacían hasta ahora. Ahora, que no traten de hacerle sentir y actuar como antes…
No sea que el Portatoldos se enfade con ellos ahora, y venga, y los golpee y, al revés de su caso, por el hueco de sus cabezas aturdidas penetre y se estacione (enroscado en la dura cerviz que los corona) el nimbo de la Santidad.
Sería terrible.

Adrián N. Escudero©

Acerca de Juan Zapato

Desde temprana edad mi incursión por las palabras escritas fue delineando mi perfil intelectual hacia la literatura. Ángela, mi abuela, con su cálida voz y esa facilidad para transmitir oralmente las historias que solían acompañarme por las noches –preparación para el sueño– despertó en mí la pasión por los libros. Luego vino el amor, junto con las primeras palabras que dibujaran versos adolescentes, impulsos quebrados en forzosas rimas, la intención que conlleva la pureza de plasmar sobre una hoja un universo de fantasías reales y de realidades fantásticas, trampas que el inconsciente juega a nuestros sentidos. Trasnochadas de cafés compartidas con poetas, salvadores del mundo, sabihondos y suicidas. Horas sumergidas en librerías buscando los tesoros de la literatura olvidados en algún estante. Cartas que nunca partieron hacia ningún lugar. Conversaciones perdidas con la gente que ya no está”. Ver todas las entradas de Juan Zapato

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