Archivo de la categoría: Cuento

“Pedro Páramo–Radionovela”, Juan Rulfo-Diego Contreras Calderón

Adaptación radiofónica de la novela de Juan Rulfo, »Pedro Páramo».

Dirección y edición: Diego Contreras Calderón
Música (en orden de aparición):
La llorona – Antonio Bribiesca
Solo tu – Elliot Goldenthal
Chamán – Adrián Bac
Tensión campirana – Uriel Salinas Reséndiz
La esposa virgen – Jorge Avendaño Lührs
Rain prayer – Krys Mach
Obertura El manantial – Jorge Avendaño Lührs


“La madre de Ernesto”, Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre… No dijo más que eso.

Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién… ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenes miedo –dije yo.
–Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!

A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llévalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.

Abelardo Castillo©


“El hombre del apuro”, Roberto Arlt

arlt1El hombre que «necesita un millón de pesos para mañana a la maña­na sin falta» no es un mito ni una creación de los desdichados que tienen que servirle todos los días un plato humorístico a los lectores de un periódico; no.

El hombre que «necesita un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta», es un fantasma de carne y hueso que pulula en rededor de los Tribunales…

En el momento en que terminaba de escribir la palabra «los tribunales» una ráfaga tibia ha venido de la calle, y el tema del hombre que necesita un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta, se me ha ido al diablo. Y he pensado en el hombre del umbral; he pensado en la dul­zura de estar sentado en mangas de camiseta en el mármol de una puerta. En la felicidad de estar casado con una planchadora y decirle:

-Nena, dame quince guitas para un paquete de cigarrillos.

Han venido días tibios. No sé si se han fijado en el fenómeno; pero to­dos aquellos que tienen un pantalón calafateado, emparchado o taponado, que según las averías del traje se puede definir el género de compostura, re­miendo, parche o zurcido; todos aquellos que tienen un traje averiado sobre las asentaderas, meditan con semblante compungido en la brevedad del im­perio del sobretodo. Porque no se puede negar: el sobretodo, por rasposo que sea, presta su servicio. Es cómplice y encubridor. Encubre la roña de abajo, las roturas del lienzo. Si siempre hiciera frío, la gente podría prescindir de los sastres y hacerse un traje cada cinco años.

En cambio, con este «vientecillo» tibio, pronóstico de próximos calo­res, los sobretodos saltan, y no sólo los sobretodos quedan amurados en un rincón del ropero o del bulín, sino que también la fiaca que llevamos infiltrada entre los músculos se despereza y nos hace pensar que de no conseguir… ¡quien pudiera conseguir un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta! ¡Quién pudiera! O estar casado con una planchadora.

Porque todos los consortes de las planchadoras son fiacas declarados. El que más labura es aquel que hace diez años fue cartero. Luego lo exonera­ron y no ha vuelto a laburar. Deja que la mujer pare la olla con la cera y el fie­rro. El, es cesante. ¡Quién fuera cesante! Hace diez años que lo dejaron en la «vía». A todos los que quieran escuchar le cuenta la historia. Luego se sien­ta en el umbral de la puerta de calle y le mira las gambas a las pebetas que pa­san. Pero con seriedad. El no se mete con nadie. No trabajará, como dice la mujer, «pero eso sí: él no se mete con nadie. Más de una ricachona quisie­ra tener un marido tan fiel».

Uno se explica cómo ocurren los crímenes. Una palabra apareja otra, la otra trae a cuestas una tercera y cuando se acordaron, uno de los acto­res del suceso está vía a la Chacarita y otro a los Tribunales. Lo mismo ocurre en cuanto uno escribe. De una cosa se salta involuntariamente a la otra, y así, cuando menos pensaba uno, se encuentra frente al tema de la fidelidad de los fiacas. Porque es bien requetecierto: los hombres del umbral, los que no quieren saber ni medio con el trabajo, aquellos que son cesantes profesionales o que esperan la próxima presidencia de Alvear, como anteriormente se esperaba la presidencia de Irigoyen; la nombrada cáfila de «squenunes» helioterápicos, es fiel a la «donna». ¿Por qué? He aquí un problema. Pero es agradable insistir. Todo fiaca umbralero, le es fiel a su cónyuge. El no trabajará, él se tirará a muerto, él mangará a su Sisebuta para los cigarrillos y la ginebra en la esquina; él le tirará un cas­cotazo a los perros, cuando joroban mucho en el barrio; él irá al boliche a jugar su partida de truco o de siete y medio; él irá nocturnamente a cum­plir a los velorios y a decir el sacramental «lo acompaño en el sentimien­to». No seré yo quien niegue estas virtudes cívicas del fiaca, no, no seré yo; pero en cuanto a fidelidad… Allí sí que puede estar segura la señora planchadora de que su hombre no le falta ni un chiquito así… ¿Es que el leguiyún no cree en el amor?

A lo sumo, este nene, se limita a mirar y a sonreír cuando pasa una buena moza recién casada, como quien dice, pensando en el marido: «¡Qué señora posta tiene fulano!». A lo sumo la saluda con picardía, al máximo aventura un chiste un poco rana, un chiste de hombre pierna que se ha retirado de los campos de combate antes de que lo declaren inútil para toda batalla; pero de allí no pasa. No, señor. De allí no pasa. El es capaz de caminar diez cuadras a patacón para visitar a su compadre o a su co­madre; él es capaz de ir para votar al caudillo parroquial, a cualquier par­te; él, si se ofrece un asado con cuero, no negará su participación en el escabio, pero en cuanto a líos con polleras, ¡eso sí que no!

Y ella vive feliz. El le es fiel. Cierto que no trabaja, cierto que se pasa el día sentado en el umbral, cierto que pudo haberse casado con Men­gano, que ahora es capataz en la Aduana; pero el destino de la vida no se puede cambiar. Y la planchadora piensa que si bien es cierto que todas estas cosas no se pueden pretender de un hombre constituido normalmente y de acuerdo a todas las leyes de la psiquiatría, en cambio él le es fiel, rotundamente fiel… y hasta le cuenta, a quien la quiere escuchar, que no falta una amiga… Fulana… «que le quiso quitar el marido».


“Trabajo domestico”, Fefa Martí Maldonado

Huguita, hija, perdona que te dé la brasa de esta manera pero es que, de verdad, necesito desahogarme un poco y tú eres de las pocas personas con las que tengo la suficiente confianza; si no pudiera contártelo, te juro que acabaría majareta, en serio te lo digo.

¿Quieres un poco más de infusión de valeriana? Yo es que la tomo mucho, por los nervios, ya sabes, y no es que lo diga yo pero me sale muy rica. Hija, qué bien que hayas venido, así podemos charlar tranquilas. Yo ya estaba necesitando descansar porque hoy, como comprenderás, me he dado una paliza. Tengo que aprovechar estos días, cuando se va de caza, claro, porque si no, estando él aquí, es imposible. Luego me digo que para qué tanto trabajo y tanto esfuerzo si en cuanto vuelve ya tengo otra vez la casa como un vertedero, pero es mi natural, qué le voy a hacer si soy limpia de nacimiento.

Y ésa es mi desgracia, claro, porque si me conformara, pues asunto arreglado. Él lo ensucia todo, yo miro para otro lado y se acabó el problema. Pero no, no es mi forma de ser. No puedo soportar el suelo lleno de manchas de pintura, las paredes, todo… Porque, créetelo, no tiene ningún cuidado, Huguita. Deja los cuencos tirados por cualquier parte y, claro, llegan los niños, entran sin mirar y los vuelcan y pisan la pintura y me llenan todo el suelo lleno de huellas; eso cuando no tienen la ocurrencia de pringarse las manos y estamparlas a continuación en las paredes, en cuanto me descuido tengo una colección completa de huellas palmares de todos los colores. Se lo enseñó él, ya ves, como si fuera una diversión, una gracia. Diversión para ellos, claro, pero no para mí, que luego tengo que ir detrás, renegando de todo lo renegable, limpiando huellas de pies y manos, y no veas lo que cuesta, que hay colores que no salen ni con agua caliente, sobre todo el rojo, que no sé con qué lo hace pero no hay quien lo quite, y encima el pringue de la grasa… Y él es igual, no creas que le importa lo que manche cuando está a lo suyo. Que digo yo que podría molestarse un poco y buscar la manera de pintar al aire libre. Pues no.

Y como encima el resto del pueblo le anima, pues para qué queremos más. El otro día vinieron unos cuantos vecinos y todo era alabarle el dibujo y los colores y el diseño y el movimiento de las figuras y qué bonito todo y qué artista eres, Tron. Y a mí se me llevaban los demonios porque me había pasado la mañana fregando como una loca una mancha violeta que no se iba ni pidiéndoselo de rodillas y porque el grupo de cazadores había quedado precioso después de que yo me estuviera dos horas borrando un monigote que el pequeño había pintado al lado del ciervo.

¿Te apetece una tortita de maíz? Están recién cocidas, como llevan ya dos días fuera pues me ha dado tiempo a hacer de todo, fíjate la de cosas que podría hacer si no tuviera que estar todo el rato detrás de él y de sus dichosas pinturas. A veces lo pienso y, te lo digo de verdad, Huguita, me da tanta rabia trabajar tanto para que no sirva de nada ni nadie me lo agradezca que el día menos pensado hago la maleta y me voy a la cueva de mi madre. De verdad te lo digo.

Fefa Martí Maldonado©

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“Su color preferido”, Amanda Giorgi

vestidoamarilloElla camina adiestrando los zapatos incómodos como ordinarios. Con su vestimenta provocativa, busca llamar la atención.

Los neumáticos no se detienen y la llovizna empaña las vidrieras mediocres de los suburbios porteños. Esa noche, presiente que el dinero será escaso y piensa en las agudas maldiciones, o la penitencia denigrante de su padrastro.

Antes de cruzar la avenida, queda mirando las hojas que el adelantado invierno sembró, como tapices, en la acera.

̶ ¡Qué colores bonitos! ¡Allí está mi preferido!

Hace frío. Para cubrir su pronunciado escote, levanta el cierre de la camperita con tachas. Del otro lado de la calle, tal vez, haya por lo menos, un cliente. La encandilan los faros de los automóviles. Anaranjados, rojizos…

̶ ¡Amarillo!..

Y su exclamación se confunde entre bruscas frenadas.

Amarillo, sí. ¡Amarillo! Como el color del vestidito que tanto deseó tener. Ése que en el escaparate de la tienda la deslumbrara, no tantos años atrás.

Se toca la frente. La lluvia le ha mojado el pelo y ella piensa que fue en vano comprar ese champú caro para que le otorgue brillo.

̶ Pero… no debe ser bueno, es pegajoso. ¿O es sangre?

Los autos pasan, la gente no la observa, la noche la esquiva, no quiere ver una víctima más. Sólo la banquina es su amiga, su lecho, su refugio, donde más de una vez fue testigo de ese dinero sucio, pero indispensable para que no la echasen a la calle. ¿O sería mejor la calle? Tampoco, allí conviven los vicios, el delito los robos, la droga. Ésa que en reiteradas oportunidades le ofrecieron y nunca aceptó, siguiendo lo consejos de su madre, que, como en una pesadilla, la vio morir, escuálida y temblorosa, precisamente, por sobredosis.

Ella, entreabre lo ojos.

̶ Amarillo… ¡Qué bonito era el vestido! Con botones, moños, voladitos… Todo amarillo…

Se detenía a mirarlo mientras aferraba con manos flacas y uñas sucias, el mandado alcohólico que apenas podía sostener. Y tristemente comparaba ése canesú alforzado, con su ropa descolorida y deforme.

Con la respiración pausada busca brisas para un sueño:

̶ Algún día tendré un vestido de ese color, amarillo, amarilloooh…

Siente zumbidos y cosquillas en la piel. Y repiqueteos, como de campanarios de iglesias, ésos, que tanto gustaba oír…Se esfuerza en escuchar, comprender, preguntar…

̶ ¿Dónde van los niños abusados? ¿Y los chicos sin familia?

Ve un mapamundi, parecido al que nunca pudo tener, chiquito, que se aleja,… confundiendo la tierra con el cielo…Y palomas blancas, muy blancas que le hacen caricias.

̶ ¡Qué lindas son las caricias!..

Y ve palomas, muchas palomas… cuyos aleteos se tornan… amarillos.

Amanda Giorgi©


“El hombre ilustrado”, Ray Bradbury

Adhesión al Día Internacional del Libro

Imaginantes©


“Fotografía de una mujer imaginada”, Juan José Millas

Adhesión al Día Internacional del Libro

Imaginantes©


“La serpiente cabalista”, Francisco Toledo

Adhesión al Día Internacional del Libro

Imaginantes©


“Lo que leen los Simpson”

En el “Club del Libro de Lisa” puedes encontrar todos los libros que aparecen en Los Simpson. Especialmente aquellos que lee Lisa Simpson. Entre los títulos seleccionados se encuentran desde “Tintín en París”, “Harry Potter”, “La Teoría de la evolución” de Darwin, Agatha Christie, “Hojas de hierba” de Walt Whitman y muchos más.

lisawhitman


“Los dos reyes y los dos laberintos”, Jorge Luis Borges/Mariano Antonelli

Los dos reyes[1]Los dos reyes[2Los dos reyes[3Los dos reyes[4

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.»

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

Jorge Luis Borges©

Ilustraciones de Mariano Antonelli©

Fuente: http://historietapatagonica.blogspot.com/


“The Fantastic Flying Books of Mr. Morris Lessmore”, William Joyce

Una experiencia narrativa interactiva. William Joyce, «The Fantastic  Flying Books of Morris Lessmore», difumina la línea entre los libros de fotografía y cine de animación.
Inspirado en la misma medida, por el huracán Katrina, Buster Keaton, El Mago de Oz, y un amor por los libros, «Morris Lessmore» es una historia de personas que dedican su vida a los libros y los libros que devuelven el favor. “Morris Lessmore” es una alegoría conmovedora y humorística sobre los poderes curativos de la historia. Usando una variedad de técnicas (miniaturas, animación por ordenador, animación en 2D) el galardonado autor – ilustrador William Joyce y el co-director Brandon Oldenburg presentan una experiencia nueva narrativa que se remonta a las películas mudas y musicales.


“Argentina, Diciembre 23 de 1980” o “Sueños y pesadillas de una noche de verano”, Juan Zapato

Estos hijos de puta no sueltan prenda cada día dan más trabajo, para qué sufrir si al final se van a cagar muriendo. A estas alturas poco me importa que delaten a alguien, si el médico nos permitiera subir el voltaje acabaríamos el trabajo en cuestión de minutos, si no hablaron hasta ahora no hablaran, si lo que desean es que acabemos con ellos cuanto antes –sus pensamientos son interrumpidos por las palabras de un suboficial.

Mañana es nochebuena y vendrá el capitán Fantino –anuncia el sumbo1 y agrega-, el sargento Roi ha comprado unos pan dulces, una caja de sidras y turrones, para darles a los guachos estos, no sé con qué dientes los van a poder morder, ¡este sargento! –riéndose se retira.

Mientras moja el elástico de flejes -de forma metódica y casi mecánica-, donde apoyará al próximo detenido-desaparecido, sueña con ver las caritas radiantes de sus hijos desenvolviendo los regalos que Papá Noel les traerá, la bici azul para Oscarcito y la cocinita para Maby. Son buenos chicos –se dice para sí. Imagina a Susana –su mujer- con el baby doll blanco que le ha comprado. A Federico su suegro cuando abra el sobre conteniendo el abono anual para ver a River Plate2, inclusive con lo cómodo que le quedará llegar al estadio desde la “ESMA”3 y a doña Rosa su suegra la que siempre dice ante toda la familia: “Maldonado es un primor, no es un yerno es un hijo mío, siempre tan cariñoso”. Y con las pagas extraordinarias que ha juntado podrán irse con los niños a Disneyworld.

Hoy le toca a la puta esta que está embarazada, lo único que me falta es que me lo vaya a parir aquí y me joda la Navidad –son sus pensamientos cargados de ecos que retumban en su cabeza. Una vez más acaba la tarea, los despojos de esa mujer inconsciente reposan unos minutos sobre ese catre hasta ser retirados y traigan a la siguiente.

Maldonado enciende un cigarrillo negro, juega con el humo, ondea aureolas de santidad que se evaporan y piensa en la cena de nochebuena.

Juan Zapato©

1 En el argot militar, denominación de suboficial.

2 Club Atlético River Plate.

3 Siglas de la Escuela de Mecánica de la Armada, centro clandestino de confinamiento y torturas de presos detenidos-desaparecidos durante la última dictadura en Argentina, ubicada en cercanías al estadio de futbol de River Plate.


“Una voz en nochevieja”, Ignacio García-Valiño

sidecarPara empezar el día con buen pie, nada como un buen cepillado de zapatos. Eso es lo primero que hacía Moncho Pompa al levantarse. Los zapatos le miraban desde una esquina con sus enormes bocas oblicuas y abiertas pidiendo comida. Aún en pijama, sacaba su maletín y les daba su ración. Después, él y su periquito se desayunaban con cereales. Entre cucharada y cucharada leía las ofertas de trabajo del periódico. Vivía con su pájaro en un ático de Atocha y le quedaban dos meses para agotar la herencia de su madre. Ella había muerto de un infarto agudo en Navidad; en un par de meses haría tres años de aquello. Si no encontraba pronto un empleo se vería en apuros.
 
Confiaba en su buen currículum. Había dejado los estudios de secundaria, pero a cambio había podido leer más de mil libros con los que había reunido una estupenda biblioteca con las estanterías hechas por su propia mano. También había construido una trirreme griega con palillos, una orquesta sinfónica de músicos con cáscaras de huevos vacíos y un escenario de papiroflexia. Además de dar lustre a los zapatos como nadie, sabía leer en braille, contar cuentos de los que hacen llorar, poner bonita una casa, borrar de los pies cien caminatas con un masaje, recitar un poema al derecho y al revés, preparar recetas de cocina japonesa y otras labores de indudable utilidad con las que contaba para encontrar un empleo. Y estaba motorizado: tenía un imponente sidecar.
 
Se presentó temprano en un local de las afueras en el que buscaban a un repartidor de pizzas. Él era el único candidato. El entrevistador, un tipo delgado con mostacho prusiano, lo hizo pasar a un minúsculo despacho dividido en dos por una mesa atestada de papeles y ceniceros rebosantes de colillas. Ocuparon así sendos extremos del despacho. El prusiano le explicaba las exigencias del repartidor de pizzas que querían para el local recién abierto, y mientras tanto, Moncho Pompa asentía y miraba alternativamente a su rostro y al retrato caricaturesco que tenía justo encima de la cabeza el prusiano, y se regocijaba para sus adentros constatando el insólito parecido, cómo había captado el artista la desproporción de sus bigotes que saltaban como un cepillo de cuerdas de cerda, la curvatura muequeante de la boca, la forma apepinada de la cabeza y ese inequívoco aire de tonto de capirote. Se dio cuenta de que el dibujo era el modelo natural y la cabeza parlante era la caricatura.
 
Llevó su primer pedido a las diez de la mañana. Le picaba la curiosidad por conocer a un individuo que se desayunaba con pizzas, y con estos pensamientos se entretenía conduciendo su sidecar.
 
Llamó al timbre y esperó. Tardaron varios minutos en abrir. En la puerta apareció una mujer joven en camisón, medio dormida, pestañeando y deslumbrada por la luz. Moncho Pompa puso la mejor de sus sonrisas, aunque no estuvo seguro de haber dado con la adecuada:
 
―Sus Cuatro estaciones, señorita.
 
Ella bostezó silenciosamente, lo miró como a través de brumas y retrocedió tambaleándose por el sueño. Moncho esperó un rato más a que volviera con el dinero, pero la mujer no aparecía.
 
―¿Señorita? ―se adelantó al umbral―. ¿Señorita?

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“La partida”, Al Bernard. Taller de Escritores Kibutz Sa’ar

ELSA ANDRADA PUERTO DE BAIRESDesde el barco cae una lluvia de serpentinas, de adioses y pañuelos que se agitan.

Él no oye los gritos de la gente. Apoyado en una vieja grúa permanece callado, casi ausente. Dos lágrimas se asoman incrédulas a sus ojos.

El barco parte, enciende un cigarrillo, aspira el humo y lo deja mezclarse con el aire. Termina de fumar tira el pucho en el agua aceitosa y camina hacia la salida. Entre los adoquines se asoma el verdor de la gramínea, está por arribar la primavera.

Se imagina acompañándola en este viaje sin retorno. Cuantas ilusiones truncadas en un abrir y cerrar de ojos. En su memoria resuenan aquellos momentos que pasó con ella… su gran amor.

A lo lejos una sirena lastima la tarde del sábado.

Al Bernard©


“El tintero”, Antología de cuentos breves de Netwriters

ElTintero

El próximo viernes, día 25 de noviembre, presentaremos en sociedad nuestro precioso libro, el primero de la larga saga que la editorial Atlantis dedica al sello Netwriters.

Os esperamos para festejarlo en la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, en la calle Leganitos, 10 de Madrid. A las 8 de la tarde.

No te pierdas este histórico acontecimiento.

Los autores que componen la antología “El tintero”:

Cristina Ares Chicote, Alfredo Piquer, Óscar Gómez, Raquel Riesco, José Pedro Gil Román, José Carlos Rabanal, Andrés Antonio Estresado , Raquel González, África Nubla, Mª Carmen Fabre González, José Ríos Pérez, Mercedes García, Ricardo Manzanero, Laura Luengo, Esther Requena, Lydia Cotallo, Ángeles Martínez Rica, Javier Reiriz Villar, Carlos Lara, Carlos Carricondo Morales, Juan Zapato, , Ana Campo, Vicente E. Ramón Gómez, Pablo Moreno, Núria Casalprim, Luisa Grajalva, Rosaura Mestizo Mayorga, Javier Puente, Charo Orrio, Mª Soledad Soler Pelegrín, Dolores Espinosa Márquez, Juan Manuel Agudo, Ana Mª García Márquez de Prado, Aurora Maldonado Pinto, Emilio Porta, Vicente Donoso Donoso, Francisco González Marín, Rocío de Juan, José Mª Gómez de la Torre, Antonio Mas Torres, Fefa Martí Maldonado.


“Literarte Nº 30”, Amigos escritores de Kfar Saba

Literarte30

Te invito a visitar el trabajo de mis Amigos Escritores de Kfar Saba (El pueblo del abuelo), poetas y narradores israelíes en español.

Cliquea en la imagen, espero lo disfrutes, Juan Zapato.


“Trasgo”, Georgina Elena Palmeyro

trasguTrasgo es el nombre genérico de un duende familiar, bien conocido en casi toda España aunque con algunas variantes en el nombre. Trasgu en Cantabria y Asturias, Trasno en Galicia, Follet en Cataluña.

Según la tradición, estos pequeños seres, habitantes de un mundo mágico, viven en los castros, en los bosques y en las casas.

En la mitología gallega también pueden recibir el nombre de Trasgos, diaños, tardos, etc. En una tierra de hadas, «mouras», santos milagreiros (milagrosos)… brujas (haber, hainas), no pueden faltar estos pequeños y polivalentes seres que tanto pueden ejercer como «demonios pequeños» o como «duendes inofensivos».

Y como en todo, en el mundo mítico gallego también hay jerarquías y los «demos» se dividen en varias clases:

1º.- Los que viven en la atmósfera, o «demonios del aire» (demochiños, nubeiros, tronantes), producen miedo a través de fenómenos raros y atmosféricos.
2º.- Los que viven en la tierra: Trasgos, trasnos, se burlan de las personas normalmente de forma inocente.
3º.- Los que viven en el Infierno: Satanás y los Diablos Mayores, que tientan al hombre buscando su perdición.

En Galicia, el trasno es considerado un duendecillo doméstico carente de poder para hacer daño, salvo asustar.

Vuelcan jarras de leche, hacen ladrar a los perros, dan portazos… pero si se les trata bien, lo arreglan todo y colocan las cosas en su sitio. Se dice que muchas veces aunque son invisibles para los adultos, los niños pequeños y los animales si pueden verlos.

De espíritu inquieto, no abandonan la casa donde habitan a menos que los humanos se trasladen de residencia, entonces ellos también andan de mudanza: «»Xa que todos vais de casa mudada, tamén veño eu coa miña gorra encarnada».

Parece claro el origen indoeuropeo del trasno, ya que con diferencias mínimas lo encontramos por toda la cornisa atlántica y mediterránea de Europa.

Características:
Pequeño, delgado, ojos de fuego, con un agujero en la mano, cojo, uñas muy largas. Vestido con una casaquita y gorro rojos.
Posee cuernos.

Para deshacerse de él es necesario pedirle que haga algo en lo que fracase y se sienta descorazonado. En general son cosas parecidas, varían según la zona.
En Asturias se le pide que traiga un «paxu» de agua en la mano y esta se le escurre por el agujero. En la Mariña lucense es el maíz lo que se le escapa por «la mano furada»

Georgina Elena Palmeyro©


“Selección de Microrelatos”

“MALA SUERTE”

Chang Tzu nos habla de un hombre tenaz que, al cabo de tres ímprobos años, dominó el arte de matar dragones y que en el resto de sus días no dio con una sola oportunidad de ejercerlo.

Jorge Luis Borges

“IRREBATIBLE”

Nuestro Profeta, ¡sean con él la paz y la plegaria!, dijo: «El verdadero sabio es el que prefiere las cosas inmortales a las perecederas.» Y se cuenta que el asceta Sabet lloró tanto, que se le enfermaron los ojos. Entonces llamaron a un médico, y le dijo: «No puedo curarte, como no me prometas una cosa». Y el asceta preguntó: «¿Qué cosa he de prometerte?» Y dijo el médico: «¡Que dejarás de llorar!» Pero el asceta repuso: «¿y para qué me servirán los ojos si ya no llorara?»

Las mil y una noche

“LA CREACIÓN DE EVA”

Adán se sintió invadido por un profundo sopor.
Y durmió. Durmió largamente, sin soñar nada.
Fue un largo viaje en la oscuridad. Cuando despertó.
Le dolía el costado y comenzó su sueño.

Álvaro Menén

“EL CASTILLO”

Así, llegó a un inmenso castillo, en cuyo frontispicio estaba grabado: «A nadie pertenezco, y a todos; antes de entrar, ya estabas aquí; quedaras aquí, cuando salgas.»

Diderot

“LOT”

-¡Que tedio puede llegar a padecerse al lado de un justo!
Todos se divierten en Sodoma, menos en esta familia
En la que tanto se teme al pecado-. Y exasperada
La mujer de Lot prosiguió su soliloquio:
-¿Es que nada vendrá a darle sabor a mi vida?

Olga Harmony

“EL ENIGMA”

El gran mago planteó esta cuestión:

—¿Cuál es, de todas las cosas del mundo, la más larga y la más corta, la más rápida y la más lenta, la más divisible y la más extensa, la más abandonada y la más añorada, sin la cual nada se puede hacer, devora todo lo que es pequeño y vivifica todo lo que es grande?

Le tocaba hablar a Itobad. Contestó que un hombre como él no entendía nada de enigmas y que era suficiente con haber vencido a golpe de lanza. Unos dijeron que la solución del enigma era la fortuna, otros la tierra, otros la luz. Zadig consideró que era el tiempo.

-Nada es más largo, agregó, ya que es la medida de la eternidad; nada es más breve ya que nunca alcanza para dar fin a nuestros proyectos; nada es más lento para el que espera; nada es más rápido para el que goza. Se extiende hasta lo infinito, y hasta lo infinito se subdivide; todos los hombres le descuidan y lamentan su pérdida; nada se hace sin él; hace olvidar todo lo que es indigno de la posteridad, e inmortaliza las grandes cosas.

Voltaire

“LA INCRÉDULA”

Sin mujer a mi costado y con la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo, queme pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le expliqué, con sorprendida y agotada excusa, que ya lo había hecho.

—Lo sé —respondió—, pero quiero estar cierta.

Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme,profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizás ya innecesaria.

Edmundo Valadés

“HUMOR NEGRO”

«… y luego había el niño de 9 años que mato a sus padres
y le pidió al juez clemencia por que él era un huérfano.»

Carlos Monsivaís

“LA VENIA”

Una dama de calidad, se enamoró con tanto frenesí
De un tal señor Dood, predicador Puritano, que rogó
A su marido que les permitiera usar de la cama, para
Procrear un ángel o un santo. Pero
Concedida la venia, el parto fue normal.

Drummond

“PRECISO”

Un hombre, al pasar ante una cantera, vio a tres operarios labrando la piedra. Preguntó al primero:
—¿Qué hace?
—Ya ve, cortando estas piedras. El segundo le dijo:
—Preparo una piedra angular.
El tercero se limitó a decir impávido.
—Construyo una catedral.

Hernando Pacheco

“ILUSIÓN”

El hombre de un momento pretérito ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del presente vive, pero no ha vivido ni vivirá.

ElVisud dhimagga


“La noche en que el dimenticatoio se abrió”, Javier de Isusi y Luciano Saracino

Catania tiene devoción a Santa Ágata. Gracias a su invocación la ciudad se salvó de un incendio provocado por una erupción del Etna, en no sé qué siglo… creo que me he olvidado, o no, tal vez nunca lo he sabido. A mí me lo contó Milena, que es siciliana y cataniana, o cataniesa o catana como las espadas japonesas (cómo se llama la gente de Catania es algo que no he podido olvidar nunca porque lo cierto es que nunca lo he sabido). El caso es que Milena y su amigo Pippo nos condujeron a un local donde se cenaba una pasta alle vonghole de morirse de gusto, y en ese momento nuestro grupo se había hecho tan numeroso que utilizamos todas las mesas de la terraza del restaurante. A ellos, los del restaurante, no les debió importar aquello porque eran amigos de Pippo y porque ya era tardísimo -algo así como las once o tal vez las once y media- y habría sido muy raro que viniera algún cliente más.
 
Era verano. Un verano extrañamente fresco, por cierto, y el viaje nos había llevado a cinco amigos en una furgoneta desde San Sebastián hasta Catania. En el camino nos habíamos ido encontrando con más y más amigos italianos de modo que cuando cruzamos el estrecho de Messina éramos una comitiva de cuatro coches… o cinco… bueno, no lo sé, esto sí que lo he olvidado, así como los nombres de algunas de esas veinticuatro personas que nos llegamos a juntar en Bivongi.
 
Pero yo no iba a hablar de Bivongi, ni de su sagra del vino, ni de la intoxicación selectiva que sufrimos allá, ni del baño tan especial que nos dimos en las aguas del río. No, lo que pasa es que los recuerdos y los olvidos se mezclan de manera caprichosa y, aunque no fue hace tanto, uno lo lía todo.
 
Yo iba a hablar de Catania. Y del vórtice que se abrió esa noche después de cenar.
 
El local era una especie de albergue juvenil mezclado con casa okupa y restaurante formal, pero lo más impresionante de él (aparte de la pasta alle vonghole) era su subsuelo. Por unas escaleras se accedía a un subterráneo en el que veía transcurrir plácidamente el curso de un pequeño arroyo que salía a la luz ahí mismo, entre las capas de la tierra y luego volvía a enterrarse. En ese sótano se llegaban a ver hasta siete estratos superpuestos de tierra volcánica. Las siete erupciones del Etna que habían sepultado otras tantas veces la ciudad. ¿Exagero? No lo sé, eso es lo que recuerdo, pero ya se sabe cómo son los recuerdos.
 
El local estaba en una simpática placita, presidida -cómo no- por una pequeña iglesia renacentista. Unos amables peldaños conducían a la entrada principal. Y eran tan amables aquellos peldaños que invitaban a sentarse. Y eso es lo que hacíamos mientras la noche avanzaba: sentarnos y hablar. Hablar, y fumar y beber. Y descubrir secretos.
 
El desencadenante se le escapó inocentemente a Massimo. Tina (o Milena, o alguna chica, en definitiva) le hizo una pregunta cualquiera; no la recuerdo, así que me inventaré una:
 
Massimo, ma all afine hai chimato a Giovanni o no?
 
Massimo hizo un gesto de ’cazzo’, echó la cabeza hacia atrás, se llevó la mano a la frente y dulcemente recompuso el gesto con una sonrisa de león manso; puso cara de pena y tranquilamente se excusó:
 
Ah, sai Tina? Questa tellefonata… l’ho lasciata nel dimenticatoio.

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“Mi hombre”, Rosa Montero

Me he casado con un descuartizador de aguacates. Ya comprenderán que mi matrimonio es un fracaso. Cuando conocí a mi marido yo tenía diecinueve años. Por entonces estaba convencida de que el día más hermoso en la vida de una muchacha era el día de su boda, y cada vez que veía una novia me ponía a moquear de emoción como una tonta. Ahora tengo cuarenta y tres años y no me divorcio porque me da miedo vivir sola.
 
Él es un hombre muy bueno. Es decir, no me pega, no se gasta nuestros sueldos en el juego, no apedrea a los gatos callejeros. Por lo demás, es de un egoísmo insoportable. Viene de la oficina y se tumba en el sofá delante de la tele. Yo también vengo de mi oficina, pero llego a casa dos horas más tarde y cargada como una mula con la compra del hiper. Que me ayudes, le digo. Que ahora voy, responde. Nunca dice que no directamente. Pero yo termino de subir todas las bolsas y él no ha meneado aún el culo del asiento. Voy a la sala, le grito, le insulto, manoteo en el aire, me rompo una uña. Él ni se inmuta. Entonces me siento en una silla de la cocina y me pongo a llorar. Al ratito aparece él, en calcetines. “¿Qué hay de cena?”, pregunta con su voz más inocente. Hago acopio de aire para soltarle una parrafada venenosa, pero él me intercepta con una habilidad nacida de años de práctica: “Ya sé, te voy a preparar una ensalada que te vas a chupar los dedos”, exclama con cara de pillín. Esa ensalada de aguacates y nueces y manzana que tanto le gusta. Así que yo me amanso porque soy idiota y, aunque refunfuñando, le ayudo a sacar los platos, la fruta, los cuchillos, y le ato a la espalda el delantal mientras él mantiene los brazos pomposamente estirados ante sí como si fuera un cirujano a punto de realizar una operación magistral a corazón abierto.

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