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“El dinero y las palabras. La edición sin editores”, André Schiffrin

La edición “artesanal”: editan los editores

Érase una vez en la que el editor era un ciudadano formado que seleccionaba con mucho cuidado aquello que quería publicar. Las elecciones eran personales y fundamentadas. Se editaba pensando en la “longue durée”, que diría Fernand Braudel, con la voluntad de construir un catálogo a través de los años donde las piezas encajaran y dieran al lector una cierta visión de mundo, coherente y articulada gracias a la lenta aparición de títulos enmarcados en colecciones hermanadas. Era un mundo en el que la gente se daba un tiempo para leer y no repasaba nerviosa, dando un vistazo vertical, los últimos 3000 libros aparecidos en este mes a través de una pantalla con muchas imágenes, botones y reseñas hiperbreves.

Prensa de mano

Esta idea de edición artesanal, manufacturada, la podemos observar por ejemplo aún hoy en día en editoriales como Fórcola que nos explica así el nombre de su sello: “La «fórcola» es todo un símbolo del trabajo artesano que pasa de abuelos a nietos; la «fórcola» y el oficio que le da sentido, el del gondolero, han permanecido como referente del trabajo manual bien hecho, y me ha inspirado en la creación de mi propio proyecto editorial”.

El editor, nos dice Schiffrin, perdía al principio dinero al publicar un autor en el que confiaba. Éste le era fiel y, si la apuesta se ganaba eventualmente, la rentabilidad aparecía a partir del tercer libro, quizás del cuarto. Era una labor, desde luego, de largo aliento, basada en el fondo del catálogo, en la confianza y en unos flujos de caja muy distintos de los actuales. Se podía vivir del “slow money”.

Las reediciones, por lo tanto, eran fundamentales y un título podía comenzar a dar beneficios después de años. Una editorial como Doubleday, por ejemplo, perdía dinero con el 90% de los libros que editaba.

También encontramos en esta forma de editar pasada un imperativo irrenunciable: “no vamos a publicar un mal libro sólo porque sabemos que se venderá”, se decían a si mismos los editores. Existía además, como comentamos antes, un cierto compromiso intelectual lo literario. El editor quería ante todo influir en la sociedad con los títulos que le lanzaba. Un caso reciente de esta forma de actuar lo encontramos en la figura de Ramón Perelló, editor que trajo a España la influyente serie “Indignaos” del francés S. Hessel y que, gracias a la gran labor que ha realizado en Destino, ha recalado en editorial Península.

Se confiaba, asimismo, en la inteligencia del lector, al que no se le ofrecían best-seller degradados de lectura rápida para que no se cansara y pudiera alienarse. Se consideraba que si se proponían títulos de calidad, asequibles y con un lenguaje aceptablemente comprensible, los lectores responderían a pesar del supuesto elitismo de nuestro catálogo. Lo bueno no tenía forzosamente que ser minoritario.

Esta experiencia que describe Schiffrin me recuerda vivamente la historia de editorial Lumen, que nos cuenta su editora Esther Tusquets en “Confesiones de una editora poco mentirosa”. Su padre, si es cierto lo que he leído en algunos artículos, empresario de éxito, financió con los beneficios de su negocio esta casa de ediciones que fue deficitaria durante muchos años. Toda la última parte del libro de Tusquets, en la que describe la compra de su editorial y el proceso de integración de la misma en el grupo Random House, sirve como caso práctico para comprender este nuevo tipo de edición, “moderno” del que vamos a hablar a continuación.

Editar sin editores: best-seller, star-system, financiarización y edición para el gran mercado.

En la segunda mitad del siglo XX tienen lugar una serie de procesos que se dan en primer lugar en los Estados Unidos, que van a cambiar la forma de editar radicalmente. En un contexto de voluntad de expansión dentro del gran mercado de la primer potencia mundial, grandes grupos mediáticos que posee televisiones, periódicos y radios comienzan a comprar editoriales.

Estas grandes corporaciones van a imponer su lógica dentro de sus nuevos dominios: cada libro ha de ser rentable y la cuenta de resultados ha de mejorar cada mes. Aquellas exangües tasas del 1% ó 3% de ganancias no son aceptables ya, se piden cifras entorno al 10% o incluso 15% para el global de la casa. Estamos ante la “financiarización” de la edición. La lógica del mercado, de la especulación, empieza a socavar los principios de la edición “artesanal” descrita anteriormente.

¿Y cómo se puede conseguir con un producto “lento” como el libro estas altas rentabilidades?. Los grandes conglomerados vienen del mundo del mercado de masas, ligado completamente al “entertainment”. El libro comienza a ser visto bajo el prisma del “star system” propio del cine. Se busca el blockbuster, el libro que el 100% de la población desee comprar. La inversión en publicidad aumenta y por tanto la necesidad de vender muchos ejemplares de un mismo libro para rentabilizarla es acuciante. La competencia en este “nicho generalista” aumenta. Estamos ante unas dinámicas basadas en los grandes lanzamientos, en la “bestselarización”, en el espectáculo “eventizado”.

La inflación de títulos se dispara, la supreproducción inunda los canales de venta. Dos semanas en la mesa de novedades es ya casi demasiado, el libro no tiene tiempo para asentarse. Ahora estamos en un mercado donde la rotación tiene que ser alta y la capacidad, ajena hasta hora al mundo de la lectura, de consumir rápido el nuevo producto y olvidarlo para pasar velozmente al siguiente, se instala como un rasgo necesario. El lector se debe amoldar a los ciclos de producción-consumo-obsolescencia del mercado de masas.

Los editores, con sus criterios intelectuales, de selección, de búsqueda de excelencia y calidad,son relegados en las grandes mesas de cristal de los pisos más altos del gran edificio de la multinacional donde tienen lugar las reuniones. El departamento financiero y el comercial cogen las riendas. El márketing impera. Cuando se recibe un manuscrito la primera pregunta es: ¿cuánto puede llegar a vender esto?, ¿qué papel puede tener en nuestra cuenta de resultados del tercer trimestre para alcanzar el objetivo de rentabilidad?. Esta forma de enfocar la edición coincide en el tiempo con un proceso que lleva a la creación de agencias literarias, que negocian al alza a los derechos de los autores más cotizados, incrementando así la inversión necesaria para lanzar el libro al mercado y ahondando en la “financiarización” del sector. Los manuscritos se subastan entre las editoriales, la confianza entre el editor y el autor se ve quebrada y ya no permite proyectos a largo plazo (hemos abordado esta cuestión en otra entrada de Ecos de Sumer).

Estamos, en definitiva, ante una forma de editar muy diferente, que acaba teniendo influencias muy negativas sobre la bibliodiversidad, sobre aquello que podemos leer. La dictadura del mercado, su censura de guante blanco, se ha instalado entre nosotros.

Bestseller

Conclusión: el editor resistente y su papel social y democrático.

A pesar del desolador panorama descrito, Schiffrin no se resigna y confía en el futuro de la edición artesanal. No hemos de bajar los brazos: los lectores diferentes no han desaparecido, sólo hay que ir a buscarlos. Hay mucha gente que ha dejado de leer o simplemente de comprar, porque el mercado, que supuestamente se ajusta de forma perfecta a sus necesidades, no le ofrece opciones de lectura diferentes.

Con nuestra labor, si esta es continua y valerosa, podemos entrar en contacto con un público que haga posible nuestra aventura editorial. Existe un espacio para proyectos editoriales diferentes. En Europa, nos dice el autor, no todo está perdido. Hay editoriales pequeñas bien conectadas con el tejido social gracias a las bibliotecas y a las librerías. Este es el patrimonio lector que tenemos que defender.

El libro no es un producto de consumo cualquiera. Sirve, mejor que ningún otro, elemento de nuestra civilización, para promover y articular un debate necesario para la democracia, para fomentar la diversidad de pensamiento y la tolerancia. Es en esta lucha, concluye Schiffrin, donde la edición independiente debe jugar aún su papel: “Le combat continue”.

Fuente: http://librosensayo.com/el-dinero-y-las-palabras-la-edicion-sin-editores-de-andre-schiffrin/#comment-378

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Fragmento de libre lectura: http://books.google.es/books?id=0lMKa9A2wxYC&printsec=frontcover&dq=la+edici%C3%B3n+sin+editores&hl=es&sa=X&ei=_wRcUtGxL8SOtQait4BA&ved=0CDoQ6AEwAQ#v=onepage&q&f=false


“La madre de Ernesto”, Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre… No dijo más que eso.

Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién… ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenes miedo –dije yo.
–Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!

A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llévalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.

Abelardo Castillo©


“The Fantastic Flying Books of Mr. Morris Lessmore”, William Joyce

Una experiencia narrativa interactiva. William Joyce, «The Fantastic  Flying Books of Morris Lessmore», difumina la línea entre los libros de fotografía y cine de animación.
Inspirado en la misma medida, por el huracán Katrina, Buster Keaton, El Mago de Oz, y un amor por los libros, «Morris Lessmore» es una historia de personas que dedican su vida a los libros y los libros que devuelven el favor. “Morris Lessmore” es una alegoría conmovedora y humorística sobre los poderes curativos de la historia. Usando una variedad de técnicas (miniaturas, animación por ordenador, animación en 2D) el galardonado autor – ilustrador William Joyce y el co-director Brandon Oldenburg presentan una experiencia nueva narrativa que se remonta a las películas mudas y musicales.


“Libros en paradas de autobuses, la más reciente biblioteca pública de Israel”

¿La próxima parada para el pueblo del libro? Una espontánea biblioteca pública para consultar libremente mientras se espera el autobús. Ninguna multa, ninguna regla, ningún acallamiento.

daniel-shoshan[Daniel Shoshan instalando estanterías en una parada de autobús de Haifa.]

Imaginen una biblioteca donde no hay fechas de vencimiento ni bibliotecarios que le digan que se calle. Artistas israelíes han desarrollado un nuevo modelo de biblioteca urbana: una biblioteca gratuita en paradas de autobús para pasajeros y viajeros de todas Las edades.

Daniel Shoshan, un artista de instalaciones y profesor en el Technion – Instituto de Tecnología de Israel –, junto con el graduado del Technion, Amit Matalon, comenzaron este nuevo concepto de biblioteca pública, pensando que, a veces, las personas tienen largos tiempos de espera para tomar Los autobuses.

Su lema: Usted puede tomar, usted puede devolver, usted puede agregar.

El dúo armó una serie de estanterías en las paradas de autobús a lo largo de las ciudades israelíes. La idea es que cualquiera puede tomar un libro de la estantería, leerlo en la estación o llevarlo al autobús y devolverlo cuando lo haya terminado.

Ninguna fecha de vencimiento, ningún cargo por atrasos, ninguna regla.

Al principio hicieron un experimento para ver si la dinámica funcionaría. ¿Se repondrían los estantes? ¿La gente participaría? «Comenzó como un proyecto artístico, y de repente fue tan exitoso que lo supe… Se ajusta a un nuevo modelo de biblioteca pública», Le dice Shoshan a ISRAEL21c. «Las bibliotecas municipales en Israel me han pedido que lo comience aquí y creo que será un proyecto comercial algún día».

Shoshan cree que Las bibliotecas de paradas de autobús, podrían ser un lugar para reciclar material de lectura que ocupa espacio en las estanterías de las personas y en los sótanos de las bibliotecas públicas.

«Sé que la gente tiene un montón de libros en casa y no saben qué hacer con ellos», dice.

¿Cómo surgió la «novedosa» idea?

Las seis semanas piloto del año pasado, se iniciaron en el barrio Ziv de Haifa, le dice Shoshan a ISRAEL21c. Se construyeron estanterías en seis paradas de autobús a lo largo de la ruta desde el campus del Technion y la plaza Ziv.

Los pasajeros tenían la libertad de tomar libros para su viaje y devolverlos, o no. «Después de algún tiempo el sistema encontró su propio equilibrio, y comenzó a aparecer el fenómeno de los residentes agregando libros, con la creación de estanterías centradas en las personas, siguiendo las necesidades locales», informan Los dos artistas.

En la parada de autobús más cercana a la universidad, los estudiantes intercambiaban libros de ciencia de referencia, sus tesis y ciencia ficción. En un barrio ultra ortodoxo, los residentes intercambiaban ejemplares de textos religiosos y CDs, y los residentes de habla rusa en la parada de autobús de Ziv-Hankin crearon una biblioteca en idioma ruso.

Los artistas se emocionaron al ver que se producía esta auto-organización.

El piloto fue considerado un éxito como biblioteca pública autosuficiente y, ahora, las ciudades de todo Israel están tomando el modelo. Shoshan, que dice que tiene Los derechos creativos intelectuales y «espirituales» de la idea, ha sido invitado a implementar el servicio en algunos barrios de Washington DC y Nueva York.

Herramienta de creación comunitaria

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¿Esperar en fila en la parada de autobús, hojear algunos libros y tomar uno con usted para el viaje? La idea no sólo podría incrementar Las tasas de alfabetización en las comunidades, sino también servir como una nueva forma de conectar a la gente.

«Los ciudadanos de la ciudad están creando nuevas formas de compartir», dice Shoshan. «En Kfar Saba, Hadar Yosef, Haifa, la gente comenzó a intercambiar libros entre ellos sin establecer ningún tipo de reglas. Usted puede poner sus libros en el estante, y otros agregarán o quitarán libros del mismo. Son los mismos ciudadanos y los barrios los que supervisan».

Esto también podría ser una plataforma de mercadeo creativo para que autores desconocidos difundan sus obras. Israel ya cuenta con profesores que dan clases académicas en los trenes. Tal vez gracias a este nuevo proyecto, los nuevos autores harán lecturas públicas en paradas de autobús.

Shoshan cree que tal proyecto podría funcionar también como un constructor de comunidad en zonas desfavorecidas. Con poco desembolso en Los costos, ¿qué se puede perder? «Estoy seguro de que funcionará entre los vecinos más pobres», dice. «Cuando se confía en la gente, la gente lo devolverá con su tiempo. Especialmente cuando saben que no es un proyecto dirigido por el gobierno.»

Fuente: http://israel21c.org/culture/bus-stop-books-israels-newest-public-library


“La Nochebuena de 1836. Yo y mi criado. Delirio filosófico”, Mariano José de Larra

 

El número 24 me es fatal: si tuviera que probarlo, diría que en día 24 nací. Doce veces al año amanece, sin embargo, día 24; soy supersticioso, porque el corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus Gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en creer que no puede haber para mí un día 24 bueno. El día 23 es siempre en mi calendario víspera de desgracia, y a imitación de aquel jefe de policía ruso que mandaba tener prontas las bombas las vísperas de incendios, así yo desde el 23 me prevengo para el siguiente día de sufrimiento y resignación, y, en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano por no romperle, ni apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer porque no me diga que sí, pues en punto a amores tengo otra superstición: imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la cree… ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no quiero, porque ése a lo menos oye la verdad!
 
El último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi péndola, y consecuente en mis principios supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin poder conciliar el sueño. Así pasé las horas de la noche, más largas para el triste desvelado que una guerra civil; hasta que por fin la mañana vino con paso de intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa las cortinas de mi estancia.
 
El día anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el corazón que el día 24 había de ser día de agua. Fue peor todavía: amaneció nevando. Miré el termómetro y marcaba muchos grados bajo cero; como el crédito del Estado.
 
Resuelto a no moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este mes, incliné la frente, cargada como el cielo de nubes frías, apoyé los codos en mi mesa y paré tal que cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de libertad de imprenta, o me hubiera tenido por miliciano nacional citado para un ejercicio. Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo existen los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que no aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los cristales de mi balcón; veíalos empañados y como llorosos por dentro; los vapores condensados se deslizaban a manera de lágrimas a lo largo del diáfano cristal; así se empaña la vida, pensaba; así el frío exterior del mundo condensa las penas en el interior del hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven de fuera los cristales los ven tersos y brillantes; los que ven sólo los rostros los ven alegres y serenos…

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“Un cuento infantil con el narcotráfico de fondo”

“Fiesta en la madriguera” es la novela con la que debuta Juan Pablo Villalobos

Tochtli es hijo de un narcotraficante mexicano poderoso, vive en un palacio rodeado de lujos, pero de pocas personas con quien convivir, entre ellos se encuentra Mazatzin, su profesor particular, con quien comparte su gusto por los samuráis.

En su palacio, Tochtli tiene una colección de sombreros de todo el mundo, le gustan los animales en general, pero en especial desea un hipopótamo enano de Liberia, una animal exótico en peligro de extinción. Yolcaut, el padre, hará lo posible por conseguir este animal para cumplir el capricho de su hijo y para demostrar que él siempre puede.

Esta es la trama de Fiesta en la Madriguera, novela con la que debuta Juan Pablo Villalobos, editada por Anagrama y su distribuidor exclusivo en México Colofón. El libro, que hace unas semanas comenzó a exhibirse en las principales librerías, será presentado esta tarde en la librería Conejo blanco, en la Colonia Condesa, a las 19:30 horas.

En entrevista, el escritor, originario de Guadalajara, Jalisco, relata que la idea de ésta, su primera novela, surge de una cuestión vivencial cuando se entera, hace cuatro años, de que va a ser padre y comienza a reflexionar sobre la responsabilidad de educar a los hijos.

La novela fue pensada en forma de un cuento en el que el niño tuviera un deseo inalcanzable, pero que pudiera cumplirlo: “al principio pensé en un hipopótamo cualquiera, es un animal que me gusta, pero en aquellas épocas en que comencé a escribir salió un estudio de las especies más amenazadas y el hipopótamo enano de Liberia resultó entre ellos, entonces me pareció que esto era más radical para el planteamiento, un niño que quiere un animal en peligro de extinción y que puede tenerlo, y quién puede ser ese niño, pues el hijo de un narcotraficante”.

Telón de fondo

Sin embargo, para el escritor el tema del narcotráfico es sólo una inspiración y no un tema a analizar, que pretenda proponer soluciones, es sólo el telón de fondo, por ello decide narrarla desde la perspectiva de un niño.

“Narrar desde la perspectiva del niño me permitía, por una parte, huir de los juicios morales, un niño no tiene muy claro qué es lo bueno y qué es malo, sólo así logre acercarme al tema del narcotráfico sin tener que establecer juicios morales”, comenta el autor, para quien la clave de la escritura esta en hallar un narrador que atrape al lector y que no lo suelte hasta que termine la historia.

Así, Fiesta en la madriguera puede verse como una novela de narcotráfico por el contexto, pero también como un cuento infantil perverso con un humor ácido. “Yo la veo como una especie de fábula, pero pervertida y para adultos” comenta Juan Pablo Villalobos, quien desde hace siete años vive en Barcelona, donde estudia un doctorado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona.

El autor, que también estudio Marketing, se identifica con uno de los personajes de la historia, Mazatzin, el profesor particular de Tochtli: “Hay algo de autobiográfico en esto, yo trabajaba en Marketing y hacía estudios de mercado y hubo un momento en el que entre en crisis y rompí con todo y me fui a Veracruz a estudiar literatura”, dice.

Fuente: http://www.eluniversal.com.mx/cultura/63638.html


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 27

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Ahora hace ya seis años de esto. Jamás he contado esta historia y los compañeros que me vuelven a ver se alegran de encontrarme vivo. Estaba triste, pero yo les decía: "Es el cansancio".

Ahora me he consolado un poco. Es decir… no del todo. Pero sé que verdaderamente volvió a su planeta, pues, al nacer el día, no encontré su cuerpo. Y no era un cuerpo tan pesado… Y por la noche me gusta oír las estrellas. Son como quinientos millones de cascabeles…

Pero sucede algo extraordinario. Al bozal que dibujé para el principito se me olvidó añadirle la correa de cuero; no habrá podido atárselo al cordero. Entonces me pregunto:

"¿Qué habrá sucedido en su planeta? Quizá el cordero se ha comido la flor…"

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A veces me digo: "¡Seguro que no! El principito cubre la flor con su globo de vidrio todas las noches y vigila bien a su cordero". Entonces me siento dichoso y todas las estrellas ríen dulcemente.

Pero otras veces pienso: "Alguna que otra vez se distrae uno y eso basta. Si una noche ha olvidado poner el globo de vidrio o el cordero ha salido sin hacer ruido, durante la noche…". Y entonces los cascabeles se convierten en lágrimas…

Y ahí está el gran misterio. Para vosotros que también amáis al principito, como para mí, nada en el universo sigue siendo igual si en alguna parte, quien sabe dónde, un cordero desconocido se ha comido o no se ha comido una rosa…

Pero mirad al cielo y preguntad: el cordero ¿se ha comido la flor? Y veréis cómo todo cambia…

¡Ninguna persona mayor comprenderá jamás que esto sea verdaderamente importante!

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Este es para mí el paisaje más hermoso y el más triste del mundo. Es el mismo paisaje de la página anterior que he dibujado una vez más para que lo vean bien. Fue aquí donde el principito apareció sobre la Tierra, desapareciendo luego.

Mirad atentamente este paisaje para que sepáis reconocerlo, si viajáis algún día por el África, en el desierto. Si por casualidad llegáis a pasar por allí, os suplico, no os apresuréis; esperad un momento, exactamente debajo de la estrella. Si entonces un niño llega hacia vosotros, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a vuestras preguntas, adivinaréis en seguida quién es. ¡Sed amables entonces! No me dejéis tan triste. Escribidme enseguida, decidme que el principito ha vuelto…

– Fin –


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 26

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Al lado del pozo había una ruina de un viejo muro de piedras. Cuando volví de mi trabajo al día siguiente por la tarde, vi desde lejos al principito sentado en lo alto con las piernas colgando. Lo oí que hablaba.

-¿No te acuerdas? ¡No es aquí con exactitud!

Alguien le respondió sin duda, porque él replicó:

-¡Sí, sí; es el día, pero no es este el lugar!

Proseguí mi marcha hacia el muro, pero no veía ni oía a nadie. Y sin embargo, el principito replicó de nuevo.

-¡Claro! Ya verás dónde comienza mi huella en la arena. No tienes más que esperarme, que allí estaré yo esta noche.

Yo estaba a veinte metros y continuaba sin distinguir nada.

El principito, después de un silencio, dijo aún:

-¿Tienes un buen veneno? ¿Estás segura de no hacerme sufrir mucho?

Me detuve con el corazón oprimido, siempre sin comprender.

-¡Ahora vete -dijo el principito-, quiero volver a bajarme!

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Dirigí la mirada hacia el pie del muro e instintivamente di un brinco. Una serpiente de esas amarillas que matan a una persona en menos de treinta segundos, se erguía en dirección al principito. Echando mano al bolsillo para sacar mi revólver, apreté el paso, pero, al ruido que hice, la serpiente se dejó deslizar suavemente por la arena como un surtidor que muere, y, sin apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras con un ligero ruido metálico.

Llegué junto al muro a tiempo de recibir en mis brazos a mi principito, que estaba blanco como la nieve.

-¿Pero qué historia es ésta? ¿De charla también con las serpientes?

Le quité su eterna bufanda de oro, le humedecí las sienes y le di de beber, sin atreverme a hacerle pregunta alguna. Me miró gravemente rodeándome el cuello con sus brazos. Sentí latir su corazón, como el de un pajarillo que muere a tiros de carabina.

-Me alegra -dijo el principito- que hayas encontrado lo que faltaba a tu máquina. Así podrás volver a tu tierra…

-¿Cómo lo sabes?

Precisamente venía a comunicarle que, a pesar de que no lo esperaba, había logrado terminar mi trabajo.

No respondió a mi pregunta, sino que añadió:

-También yo vuelvo hoy a mi planeta…

Luego, con melancolía:

-Es mucho más lejos… y más difícil…

Me daba cuenta de que algo extraordinario pasaba en aquellos momentos. Estreché al principito entre mis brazos como sí fuera un niño pequeño, y no obstante, me pareció que descendía en picada hacia un abismo sin que fuera posible hacer nada para retenerlo.

Su mirada, seria, estaba perdida en la lejanía.

-Tengo tu cordero y la caja para el cordero. Y tengo también el bozal.

Y sonreía melancólicamente.

Esperé un buen rato. Sentía que volvía a entrar en calor poco a poco:

-Has tenido miedo, hombrecito…

Lo había tenido, sin duda, pero sonrió con dulzura:

-Esta noche voy a tener más miedo…

Me quedé de nuevo helado por un sentimiento de algo irreparable. Comprendí que no podía soportar la idea de no volver a oír nunca más su risa. Era para mí como una fuente en el desierto.

-Hombrecito, quiero oír otra vez tu risa…

Pero él me dijo:

-Esta noche hará un año. Mi estrella se encontrará precisamente encima del lugar donde caí el año pasado…

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-¿No es cierto -le interrumpí- que toda esta historia de serpientes, de citas y de estrellas es tan sólo una pesadilla?

Pero el principito no respondió a mi pregunta y dijo:

-Lo más importante nunca se ve…

-Indudablemente…

-Es lo mismo que la flor. Si te gusta una flor que habita en una estrella, es muy dulce mirar al cielo por la noche. Todas las estrellas han florecido.

-Es indudable…

-Es como el agua. La que me diste a beber, gracias a la roldana y la cuerda, era como una música ¿te acuerdas? ¡Qué buena era!

-Sí, cierto…

-Por la noche mirarás las estrellas; mi casa es demasiado pequeña para que yo pueda señalarte dónde se encuentra. Así es mejor; mi estrella será para ti una cualquiera de ellas. Te gustará entonces mirar todas las estrellas. Todas ellas serán tus amigas. Y además, te haré un regalo…

Y rió una vez más.

-¡Ah, hombrecito, hombrecito, cómo me gusta oír tu risa!

-Mi regalo será ése precisamente, será como el agua…

-¿Qué quieres decir?

La gente tiene estrellas que no son las mismas. Para los que viajan, las estrellas son guías; para otros sólo son pequeñas lucecitas. Para los sabios las estrellas son problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero todas esas estrellas se callan. Tú tendrás estrellas como nadie las ha tenido…

-¿Qué quieres decir? -Cuando por las noches mires al cielo, al pensar que en una de aquellas estrellas estoy yo riendo, será para ti como si todas las estrellas riesen. ¡Tú tendrás estrellas que saben reír!

Y rió nuevamente.

-Cuando te hayas consolado (siempre se consuela uno) estarás contento de haberme conocido. Serás mi amigo y tendrás ganas de reír conmigo. Algunas veces abrirás tu ventana sólo por placer y tus amigos quedarán asombrados de verte reír mirando al cielo. Tú les explicarás: "Las estrellas me hacen reír siempre". Ellos te creerán loco. Y yo te habré jugado una mala pasada…

Y se rió otra vez.

-Será como si en vez de estrellas, te hubiese dado multitud de cascabelitos que saben reír…

Una vez más dejó oír su risa y luego se puso serio.

-Esta noche ¿sabes? no vengas…

-No me separaré de ti.

-Parecerá que sufro… Parecerá un poco que me muero. Es así. No vengas a verlo, no vale la pena…

-No me separaré de ti.

Pero estaba preocupado.

-Te digo esto… también por la serpiente. No debe morderte… Las serpientes son malas. Pueden morder por placer…

-He dicho que no me separaré de ti.

Pero algo lo tranquilizó.

-Bien es verdad que no tienen veneno para la segunda mordedura…

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Aquella noche no lo vi ponerse en camino. Cuando le alcancé marchaba con paso rápido y decidido y me dijo solamente:

-¡Ah, estás ahí!

Me cogió de la mano y todavía se atormentó:

-Has hecho mal. Tendrás pena. Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad.

Yo me callaba.

-¿Comprendes? Es demasiado lejos. No puedo llevar mi cuerpo allí. Es demasiado pesado.

Seguí callado.

-Será como una corteza vieja que se abandona. No son tristes las viejas cortezas…

Yo me callaba. El principito perdió un poco de ánimo. Pero hizo un esfuerzo y dijo:

-Será agradable ¿sabes? Yo miraré también las estrellas. Todas serán pozos con roldana enmohecida. Todas las estrellas me darán de beber.

Yo callaba.

-¡Será tan divertido! Tú tendrás quinientos millones de cascabeles y yo quinientos millones de fuentes…

El principito se calló también por que lloraba.

-Es allí; déjame ir solo.

Se sentó porque tenía miedo. Dijo aún:

-¿Sabes?… mi flor… soy responsable… ¡y ella es tan débil y tan inocente! Sólo tiene cuatro espinas insignificantes para defenderse contra todo el mundo…

Me senté, ya no podía mantenerme en pie.

-Bien… eso es todo…

Vaciló todavía un instante, luego se levantó y dio un paso. Yo no pude moverme.

Un relámpago amarillo centelleó en su tobillo. Quedó un instante inmóvil, sin exhalar un grito. Luego cayó lentamente como cae un árbol, sin hacer el menor ruido en la arena.

Mañana el capítulo 27.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 25

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-Los hombres -dijo el principito- se meten en los rápidos pero no saben dónde van ni lo que quieren. . . Entonces se agitan y dan vueltas…

Y añadió:

-¡No vale la pena!…

El pozo que habíamos encontrado no se parecía en nada a los pozos saharianos. Estos pozos son simples agujeros que se abren en la arena. El que teníamos ante nosotros parecía el pozo de un pueblo; pero por allí no había ningún pueblo y me parecía estar soñando.

-¡Es extraño! -le dije al principito-. Todo está a punto: la roldana, el balde y la cuerda…

Se rió y tocó la cuerda; hizo mover la roldana. Y la roldana gimió como una vieja veleta cuando el viento ha dormido mucho.

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-¿Oyes? -dijo el principito-. Hemos despertado al pozo y canta.

No quería que el principito hiciera el menor esfuerzo y le dije:

-Déjame a mí, es demasiado pesado para ti.

Lentamente subí el cubo hasta el brocal donde lo dejé bien seguro. En mis oídos sonaba aún el canto de la roldana y veía temblar al sol en el agua agitada.

-Tengo sed de esta agua -dijo el principito-, dame de beber…

¡Comprendí entonces lo que él había buscado!

Levanté el balde hasta sus labios y el principito bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como una fiesta. Aquella agua era algo más que un alimento. Había nacido del caminar bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era como un regalo para el corazón. Cuando yo era niño, las luces del árbol de Navidad, la música de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas, daban su resplandor a mi regalo de Navidad.

-Los hombres de tu tierra -dijo el principito- cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que buscan.

-No lo encuentran nunca -le respondí. -Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa o en un poco de agua…

-Sin duda, respondí. Y el principito añadió:

-Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón.

Yo había bebido y me encontraba bien. La arena, al alba, era color de miel, del que gozaba hasta sentirme dichoso. ¿Por qué había de sentirme triste?

-Es necesario que cumplas tu promesa -dijo dulcemente el principito que nuevamente se había sentado junto a mi.

-¿Qué promesa?

-Ya sabes… el bozal para mi cordero… soy responsable de mi flor.

Saqué del bolsillo mis esbozos de dibujo. El principito los miró y dijo riendo:

-Tus baobabs parecen repollos…

-¡Oh! ¡Y yo que estaba tan orgulloso de mis baobabs!

-Tu zorro tiene orejas que parecen cuernos; son demasiado largas.

Y volvió a reír.

-Eres injusto, muchachito; yo no sabía dibujar más que boas cerradas y boas abiertas.

-¡Oh, todo se arreglará! -dijo el principito-. Los niños entienden.

Dibujé, pues, un bozal. Y sentí el corazón oprimido cuando se lo di.

– Tienes proyectos que ignoro…

Pero no me respondió y me dijo:

-¿Sabes? -me dijo-. Mañana hace un año de mi caída en la Tierra…

Y después de un silencio, añadió:

-Caí muy cerca de aquí…

El principito se sonrojó y nuevamente, sin comprender por qué, experimenté una extraña tristeza.

Sin embargo, se me ocurrió preguntar:

-Entonces no te encontré por azar hace ocho días, cuando paseabas por estos lugares, a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. ¿Es que volvías al punto de tu caída?

El principito enrojeció nuevamente.

Y añadí vacilante.

-¿Tal vez por el aniversario?

El principito se ruborizó una vez más. Aunque nunca respondía a las preguntas, su rubor significaba una respuesta afirmativa.

-¡Ah! -le dije- tengo miedo.

Pero él me respondió:

-Debes trabajar ahora. Debes volver junto a tu máquina. Te espero aquí. Vuelve mañana por la tarde.

Pero yo no estaba tranquilo y me acordaba del zorro. Si uno se deja domesticar, corre el riesgo de llorar un poco…

Mañana el capítulo 26.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 24

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Era el octavo día de mi avería en el desierto y había escuchado la historia del comerciante bebiendo la última gota de mi provisión de agua.

-¡Ah -le dije al principito-, son muy bonitos tus cuentos, pero yo no he reparado mi avión, no tengo nada para beber y yo también sería feliz si pudiera caminar muy suavemente hacia una fuente!

-Mi amigo el zorro…, me dijo…

-Mi pequeño hombrecito, ¡ya no se trata más del zorro!

-¿Por qué?

-Porque nos vamos a morir de sed…

No comprendió mi razonamiento y replicó:

-Es bueno haber tenido un amigo, aún si vamos a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido un amigo zorro.

"No mide el peligro -me dije- Nunca tiene hambre ni sed. Un poco de sol le basta…"

El principito me miró y respondió a mi pensamiento:

-Tengo sed también… vamos a buscar un pozo…

Tuve un gesto de cansancio; es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto. Sin embargo, nos pusimos en marcha.

Después de dos horas de caminar en silencio, cayó la noche y las estrellas comenzaron a brillar. Yo las veía como en sueño, pues a causa de la sed tenía un poco de fiebre. Las palabras del principito danzaban en mi mente.

-¿También tú tienes sed? -le pregunté. Pero no respondió a mi pregunta, diciéndome simplemente:

-El agua puede ser buena también para el corazón…

No comprendí sus palabras, pero me callé; sabía muy bien que no había que interrogarlo.

El principito estaba cansado y se sentó; yo me senté a su lado y después de un silencio me dijo:

-Las estrellas son hermosas, por una flor que no se ve…

Respondí "seguramente" y miré sin hablar los pliegues que la arena formaba bajo la luna.

-El desierto es bello -añadió el principito.

Era verdad; siempre me ha gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin embargo, algo resplandece en el silencio…

-Lo que más embellece al desierto -dijo el principito- es el pozo que oculta en algún sitio…

Me quedé sorprendido al comprender súbitamente ese misterioso resplandor de la arena. Cuando yo era niño vivía en una casa antigua en la que, según la leyenda, había un tesoro escondido. Sin duda que nadie supo jamás descubrirlo y quizás nadie lo buscó, pero parecía toda encantada por ese tesoro. Mi casa ocultaba un secreto en el fondo de su corazón…

-Sí -le dije al principito- ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que les embellece es invisible.

-Me gusta -dijo el principito- que estés de acuerdo con mi zorro.

Como el principito se dormía, lo tomé en mis brazos y me puse nuevamente en camino. Me sentía emocionado llevando aquel frágil tesoro, y me parecía que nada más frágil había sobre la Tierra. Miraba a la luz de la luna aquella frente pálida, aquellos ojos cerrados, los cabellos agitados por el viento y me decía: "lo que veo es sólo la corteza; lo más importante es invisible… "

Como sus labios entreabiertos esbozaron una sonrisa, me dije: "Lo que más me emociona de este principito dormido es su fidelidad a una flor, es la imagen de la rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara, incluso cuando duerme…" Y lo sentí más frágil aún. Pensaba que a las lámparas hay que protegerlas: una racha de viento puede apagarlas…

Continué caminando y al rayar el alba descubrí el pozo.

Mañana el capítulo 25.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 23

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-¡Buenos días! -dijo el principito.

-¡Buenos días! -respondió el comerciante.

Era un comerciante de píldoras perfeccionadas que quitan la sed. Se toma una por semana y ya no se sienten ganas de beber.

-¿Por qué vendes eso? -preguntó el principito.

-Porque con esto se economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los expertos, se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.

-¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?

-Lo que cada uno quiere… "

"Si yo dispusiera de cincuenta y tres minutos -pensó el principito- caminaría muy suavemente hacia una fuente…"

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Mañana el capítulo 24.


“Un problema difícil”, por Quintín

romeu_20080423 La primera vez fue hace cinco años. Cuando me mudé de Buenos Aires a San Clemente del Tuyú, tuvimos que dejar atrás buena parte de la biblioteca. Entonces, no fue demasiado difícil abandonar textos escolares, viejas revistas de cine, best sellers de la década del 60. La segunda vez fue hace unos dos años, cuando tuvimos que aceptar que no quedaba más lugar en los estantes y los libros empezaban a apilarse en el resto de la casa. La solución, en esa oportunidad, fue también relativamente fácil: contratar a un carpintero.

Pero el tamaño de la casa y la compra compulsiva nos han enfrentado otra vez con el dilema. Las pilas de libros acechan de nuevo, ya no hay lugar para más estantes. Ha llegado el momento de las decisiones drásticas y difíciles aunque, en realidad, éstas me competen sólo a mí. Flavia, mi mujer, no tiene dudas. Asegura que me matará si le toco a Walser, a Levrero o a sus filósofos estoicos, pero me dice que con el resto haga lo que quiera.

Como si fuera fácil. El bibliófilo obsesivo siente que su autoestima se hace pedazos si no tiene todos los libros a mano. En otras partes, la ecuación se resuelve de modo práctico y barato con una buena biblioteca pública, pero ése no es el caso en un pueblo chico de la Argentina, lo que constituye una buena excusa para pretender que lo mío es necesidad y no simple neurosis. En el fondo sabemos –sobre todo a cierta edad– que no habremos de leer la mayoría de los libros que poseemos. Ni siquiera, en muchos casos, llegaremos a abrirlos.

Pero los libros que no llegaremos a abrir presentan una dificultad casi tautológica a la hora de pasarlos a retiro. Como no los conocemos –y aunque no nos inspiren demasiada confianza–, no tenemos más remedio que otorgarles el beneficio de la duda. ¿Quiénes son entonces los candidatos al exilio o la permanencia? Está claro que un temor reverencial nos impide desprendernos de Madame Bovary aunque, llegado el caso, se puede conseguir por pocos pesos en cualquier librería. Pero por contigüidad también se quedarán todos los libros de Flaubert, y también de Faulkner o de Proust, de Tolstoi, de Shakespeare, de Nietzsche… (agregar lo que corresponda). Y son unos cuantos. También están los placeres más privados y los recuerdos infantiles, que me hacen imprescindible conservar muchas novelas policiales y de aventuras. Pero revisando una y otra vez la biblioteca, di con una zona de la que puedo desprenderme sin nostalgia anticipada: son esas tapas amarillas de Anagrama y esa colección de autores británicos de moda hace unos años. Me refiero a los Amis, Barnes, MacEwan y sus derivados, practicantes de una literatura que se asemeja a un decatlón para sedentarios en el que los escritores compiten con sus colegas en materias tales como estructura, trama, personajes, verosimilitud, interés social, suspenso, amenidad, etc. No los voy a extrañar.

Despejados algunos lugares, finalmente llegamos a los argentinos. ¿Cómo proceder en este caso? Nadie va a liquidar a Borges ni a Arlt, ni a Aira ni a Guebel, ni a dos compatriotas honorarios como Hudson o Gombrowicz. Y aunque ocupa mucho espacio y no creo que llegue a leerlo nunca, me da tranquilidad que Los Sorias de Laiseca me cuiden las espaldas mientras esto escribo. Tampoco quiero desprenderme de las primeras novelas que compré en estos años. No hay muchas buenas entre ellas, pero se me ocurre injusto tratarlas como hacen las librerías y condenarlas prematuramente a la mesa de saldos. Pero cuando me detengo en Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro, novela premiada y de fórmula, tan correcta y eficaz en su propósito como impersonal y calculada, pienso también en el escritor que declaró hace poco que un premio literario era “un paso importante en su carrera”. Comprendo entonces con qué libros no quiero compartir mi vejez.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 22

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-¡Buenos días! -dijo el principito.

-¡Buenos días! -respondió el guardavías.

-¿Qué haces aquí? -le preguntó el principito.

-Formo con los viajeros paquetes de mil y despacho los trenes que los llevan, ya a la derecha, ya a la izquierda.

Y un tren rápido iluminado, rugiendo como el trueno, hizo temblar la cabina del guardavías.

-Tienen mucha prisa -dijo el principito-. ¿Qué buscan?

-Ni siquiera el conductor de la locomotora lo sabe -dijo el guardavías.

Un segundo rápido iluminado rugió en sentido inverso.

-¿Ya vuelve? -preguntó el principito.

-No son los mismos -contestó el guardavías-. Es un cambio.

-¿No se sentían contentos donde estaban?

-Nunca se siente uno contento donde está -respondió el guardavías.

Y rugió el trueno de un tercer rápido iluminado.

-¿Van persiguiendo a los primeros viajeros? -preguntó el principito.

-No persiguen absolutamente nada -le dijo el guardavías-; duermen o bostezan allí dentro. Únicamente los niños aplastan su nariz contra los vidrios.

-Únicamente los niños saben lo que buscan -dijo el principito. Pierden el tiempo con una muñeca de trapo que viene a ser lo más importante para ellos y si se la quitan, lloran…

-¡Qué suerte tienen! -dijo el guardavías.

Mañana el capítulo 23.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 21

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Entonces apareció el zorro:

-¡Buenos días! -dijo el zorro.

-¡Buenos días! -respondió cortésmente el principito que se volvió pero no vio nada.

-Estoy aquí, bajo el manzano -dijo la voz.

-¿Quién eres tú? -preguntó el principito-. ¡Qué bonito eres!

-Soy un zorro -dijo el zorro.

-Ven a jugar conmigo -le propuso el principito-, ¡estoy tan triste!

-No puedo jugar contigo -dijo el zorro-, no estoy domesticado.

-¡Ah, perdón! -dijo el principito.

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Pero después de una breve reflexión, añadió:

-¿Qué significa "domesticar"?

-Tú no eres de aquí -dijo el zorro- ¿qué buscas?

-Busco a los hombres -le respondió el principito-. ¿Qué significa "domesticar"?

-Los hombres -dijo el zorro- tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían gallinas. Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?

-No -dijo el principito-. Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"? -volvió a preguntar el principito.

-Es una cosa ya olvidada -dijo el zorro-, significa "crear vínculos… "

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-¿Crear vínculos?

-Efectivamente, verás -dijo el zorro-. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo…

-Comienzo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor… creo que ella me ha domesticado…

-Es posible -concedió el zorro-, en la Tierra se ven todo tipo de cosas.

-¡Oh, no es en la Tierra! -exclamó el principito.

El zorro pareció intrigado:

-¿En otro planeta?

-Sí.

-¿Hay cazadores en ese planeta?

-No.

-¡Qué interesante! ¿Y gallinas?

-No.

-Nada es perfecto -suspiró el zorro.

Y después volviendo a su idea:

-Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.

El zorro se calló y miró un buen rato al principito:

-Por favor… domestícame -le dijo.

-Bien quisiera -le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas cosas.

-Sólo se conocen bien las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!

-¿Qué debo hacer? -preguntó el principito.

-Debes tener mucha paciencia -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca…

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El principito volvió al día siguiente.

-Hubiera sido mejor -dijo el zorro- que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré así lo que vale la felicidad!. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón… Los ritos son necesarios.

-¿Qué es un rito? -inquirió el principito.

-Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.

De esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida:

-¡Ah! -dijo el zorro-, lloraré.

-Tuya es la culpa -le dijo el principito-, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique…

-Ciertamente -dijo el zorro.

– Y vas a llorar!, -dijo él principito.

-¡Seguro!

-No ganas nada.

-Gano -dijo el zorro- he ganado a causa del color del trigo.

Y luego añadió:

-Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto.

El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:

-No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:

-Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.

Y volvió con el zorro.

-Adiós -le dijo.

-Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple : no se ve bien sino con el corazón; lo esencial es invisible para los ojos.

-Lo esencial es invisible para los ojos -repitió el principito para acordarse.

-Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.

-Es el tiempo que yo he perdido con ella… -repitió el principito para recordarlo.

-Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa…

-Soy responsable de mi rosa… -repitió el principito a fin de recordarlo.

Mañana el capítulo 22.


“Náufragos de papel”, por Javier Martín Ríos

 

user48687_pic72941_1260672534 Lo que más me gusta de las librerías de viejo es que todos los libros tienen el privilegio de estar en las mismas condiciones físicas de cara al lector. No hay jerarquías literarias, ni espacios restringidos para determinados grupos editoriales, ni mucho menos mesas dedicadas a los libros más vendidos de la temporada, fruto de esas listas tan odiosas como dañinas que perpetran semana tras semana –o mes tras mes- los suplementos y revistas de consumo de crítica literaria. En las librerías de viejo autores conocidos se dan la mano con autores que no aparecen nunca en los manuales de historia de la literatura ni se citan en las páginas de crítica de los suplementos literarios. Los libros editados en pequeñas editoriales de provincia se hablan de tú a tú con los libros editados en las grandes y poderosas editoriales. Todos a la par, apretujados entre sí, hermanados entre el polvo y el olvido, sin privilegios, sin distinciones, catalogados según el género literario al que pertenecen y un poco más. Si en las librerías convencionales se siguiera el mismo criterio de distribución y de ecuanimidad, otro gallo cantaría en el mundo de la literatura.

Consciente de que no es oro todo lo que reluce en el escaparate y en las mesas de novedades de una librería, el lector desconfiado no tiene más remedio que recurrir a las librerías de viejo para procurarse algunos de los libros que siempre quiso leer y que se encuentran descatalogados o con las existencias agotadas, a la espera de una nueva oportunidad. Pero lo malo es que esta nueva oportunidad tarda mucho en llegar o, lo peor de todo, nunca llega. Este el sino en el que vive inmerso el mercado de la literatura en nuestro país desde hace ya varias décadas y, posiblemente, en casi todos los países del mundo. La edición del libro vive sumida en un tiempo de sala de urgencias: o vendes o desapareces con la misma rapidez con la que los libreros desempaquetan y descartan las novedades de cada mes. Por el contrario, en las librerías de viejo no existen las prisas de estar al tanto de lo último que se publica y el tiempo, para un libro, fluye lentamente por los infinitos ríos que riegan los fértiles valles de la literatura. Las librerías de viejo son como aquella isla en la que habitó Robinson Crusoe y los libros que terminan en sus estantes son como náufragos perdidos en el laberinto de calles de la ciudad, a la espera de que un día un barco aparezca en el horizonte para socorrerlos. Al fin y al cabo, los propios lectores que frecuentamos las librerías de viejo somos un poco como Robinson Crusoe, náufragos en el inquieto océano de la literatura, y siempre mantenemos la esperanza de atisbar un barco escrito con palabras en el brumoso piélago del mar para que nos rescate de esas islas sombreadas de soledad en la que transcurren una buena parte de nuestras vidas.

Pero a menudo somos los propios lectores los que nos convertimos en el barco que rescatará a Robinson Crusoe de su isla desierta y de paso, si es posible, nos llevaremos con nosotros a Viernes, su fiel servidor. Y de pronto nace una nueva complicidad de un escritor y un lector que llevaban mucho tiempo esperando este encuentro quizás pactado en las líneas indescifrables del destino. Ante nuestros ojos, se nos aparece el libro de un autor que llevábamos algunos años buscando o simplemente nos dejamos llevar por el azar y probamos suerte con un escritor del que nunca leímos ni una sola página. El azar o la mera intuición a menudo van parejos con agradables sorpresas y grandes descubrimientos. Ahí reside la magia de la literatura, su pureza y su verdadera esencia.

En la literatura española ha habido varios escritores que han escrito mucho sobre las librerías de viejo. Pero hay dos que sobresalen de los demás y en su larga trayectoria literaria le han dedicado hermosas y emotivas páginas a estas islas de papel en la que muchos lectores a menudo naufragamos. Uno fue Azorín y otro, que en nuestros días aún sigue recordándonos con brillantez su grata experiencia con los libros viejos, Andrés Trapiello, que escribe a menudo sobre sus paseos dominicales en búsqueda de tesoros bibliográficos por el Rastro de Madrid. Curiosamente casi todos los libros de Azorín que forman parte de mi biblioteca los fui rescatando poco a poco de las librerías de viejo. Y de Andrés Trapiello también he conseguido varios volúmenes husmeando en las librerías de lance de mi ciudad y en las ferias de libro antiguo que cada otoño se celebran en Granada, cuando las hojas de los tilos de las calles del centro ya están amarillos como muchas páginas de los libros viejos. Ellos, que tantas páginas le dedicaron a los náufragos de papel, también han terminado siendo un Robinson Crusoe en esas islas perdidas en los anchos mares de la literatura y quizás, el que hoy escribe estas líneas, lo terminará siendo en un futuro próximo, como más de uno de ustedes, también náufragos en este océano virtual y que han encallado en esta playa azotada por una invisible brisa suspendida en el vacío. Al final todos caeremos en el mismo círculo vicioso, en la misma rueda de la fortuna, a la espera de que un lector nos rescate del polvo y el olvido. Entonces esas palabras cubiertas de cenizas, en las que nunca se apagó el fuego, comenzarán de nuevo a arder y la literatura seguirá alumbrando con su mágica luz los estantes de una biblioteca de una casa cualquiera de un lector anónimo con el que nunca intercambiaremos una sola palabra en nuestra vida.

En estos tiempos de prisas que azotan el mundo literario, siempre nos quedarán esas islas perdidas donde tantos náufragos de papel encontraron un día un nuevo hogar y allí se han quedado esperando una señal que los rescate del olvido. Sabemos, que tarde o temprano, un barco aparecerá en el piélago brumoso del mar. No hay mejor receta contra la urgencia mediática que pedir un poco de quietud para la existencia del libro. Las librerías de viejo, hoy día, siguen siendo uno de los refugios más entrañables para el lector que cree que la literatura de urgencias –con ciertos síntomas de esquizofrenia mercantil- debería pasar un largo tiempo de descanso en uno de esos pabellones literarios llenos de libros naufragados. La literatura, como alguien escribió y cuyo nombre ya no recuerdo, también necesita su reposo, como un buen vino añejo o como el aroma de un buen té.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 20

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Pero sucedió que el principito, habiendo atravesado arenas, rocas y nieves, descubrió finalmente un camino. Y los caminos llevan siempre a la morada de los hombres.

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-¡Buenos días! -dijo.

Era un jardín cuajado de rosas.

-¡Buenos días! -dijeran las rosas.

El principito las miró. ¡Todas se parecían tanto a su flor!

-¿Quiénes sois? -les preguntó estupefacto.

-Somos las rosas -respondieron éstas.

-¡Ah! -exclamó el principito.

Y se sintió muy desgraciado. Su flor le había dicho que era la única de su especie en todo el universo. ¡Y ahora tenía ante sus ojos más de cinco mil, todas semejantes, en un solo jardín!

Si ella viese todo esto, se decía el principito, se sentiría vejada, tosería muchísimo y simularía morir para escapar al ridículo. Y yo tendría que fingirle cuidados, pues sería capaz de dejarse morir verdaderamente para humillarme a mí también… "

Y luego continuó diciéndose: "Me creía rico con una flor única y resulta que no tengo más que una rosa ordinaria. Eso y mis tres volcanes que apenas me llegan a la rodilla y uno de los cuales quizá esté extinguido para siempre. Realmente no soy un gran príncipe… " Y tendido sobre la hierba, el principito lloró.

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Mañana el capítulo 21.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 19

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El principito escaló hasta la cima de una alta montaña. Las únicas montañas que él había conocido eran los tres volcanes que le llegaban a la rodilla. El volcán extinguido lo utilizaba como taburete. "Desde una montaña tan alta como ésta, se había dicho, podré ver todo el planeta y a todos los hombres…" Pero no alcanzó a ver más que algunas puntas de rocas.

-¡Buenos días! -exclamó el principito al acaso.

-¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Buenos días! -respondió el eco.

-¿Quién eres tú? -preguntó el principito.

-¿Quién eres tú?… ¿Quién eres tú?… ¿Quién eres tú?… -contestó el eco.

-Sed mis amigos, estoy solo -dijo el principito.

-Estoy solo… estoy solo… estoy solo… -repitió el eco.

"¡Qué planeta más raro! -pensó entonces el principito-, es seco, puntiagudo y salado. Y los hombres carecen de imaginación; no hacen más que repetir lo que se les dice… En mi tierra tenía una flor: era siempre la primera en hablar… "

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Mañana el capítulo 20.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 18

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El principito atravesó el desierto en el que sólo encontró una flor de tres pétalos, una flor de nada.

-¡Buenos días! -dijo el principito.

-¡Buenos días! -dijo la flor.

-¿Dónde están los hombres? -preguntó cortésmente el principito.

La flor, un día, había visto pasar una caravana.

-¿Los hombres? No existen más que seis o siete, me parece. Los he visto hace ya años y nunca se sabe dónde encontrarlos. El viento los pasea. Les faltan las raíces. Esto les molesta.

-Adiós -dijo el principito.

-Adiós -dijo la flor.

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Mañana el capítulo 19.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 17

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Cuando se quiere ser ingenioso, sucede que se miente un poco. No he sido muy honesto al hablar de los faroleros y corro el riesgo de dar una falsa idea de nuestro planeta a los que no lo conocen. Los hombres ocupan muy poco lugar sobre la Tierra. Si los dos mil millones de habitantes que la pueblan se pusieran de pie y un poco apretados, como en un mitin, cabrían fácilmente en una plaza de veinte millas de largo por veinte de ancho. La humanidad podría amontonarse sobre el más pequeño islote del Pacífico.

Las personas mayores no les creerán, seguramente, pues siempre se imaginan que ocupan mucho sitio. Se creen importantes como los baobabs. Les dirán, pues, que hagan el cálculo; eso les gustará ya que adoran las cifras. Pero no es necesario que pierdan el tiempo inútilmente, puesto que tienen confianza en mí.

El principito, una vez que llegó a la Tierra, quedó sorprendido de no ver a nadie. Tenía miedo de haberse equivocado de planeta, cuando un anillo de color de luna se revolvió en la arena.

-¡Buenas noches! -dijo el principito.

-¡Buenas noches! -dijo la serpiente.

-¿Sobre qué planeta he caído? -preguntó el principito.

-Sobre la Tierra, en África -respondió la serpiente.

-¡Ah! ¿Y no hay nadie sobre la Tierra?

-Esto es el desierto. En los desiertos no hay nadie. La Tierra es muy grande -dijo la serpiente.

El principito se sentó en una piedra y elevó los ojos al cielo.

-Yo me pregunto -dijo- si las estrellas están encendidas para que cada cual pueda un día encontrar la suya. Mira mi planeta; está precisamente encima de nosotros… Pero… ¡qué lejos está!

-Es muy bella -dijo la serpiente-. ¿Y qué vienes tú a hacer aquí?

-Tengo problemas con una flor -dijo el principito.

-¡Ah!

Y se callaron.

-¿Dónde están los hombres? -prosiguió por fin el principito. Se está un poco solo en el desierto…

-También se está solo donde los hombres -afirmó la serpiente.

El principito la miró largo rato y le dijo: -Eres un bicho raro, delgado como un dedo…

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-Pero soy más poderoso que el dedo de un rey -le interrumpió la serpiente.

El principito sonrió:

-No me pareces muy poderoso… ni siquiera tienes patas… ni tan siquiera puedes viajar…

-Puedo llevarte más lejos que un navío -dijo la serpiente.

Se enroscó alrededor del tobillo del principito como un brazalete de oro.

-Al que yo toco, le hago volver a la tierra de donde salió. Pero tú eres puro y vienes de una estrella…

El principito no respondió.

-Me das lástima, tan débil sobre esta tierra de granito. Si algún día echas mucho de menos tu planeta, puedo ayudarte. Puedo…

-¡Oh! -dijo el principito-. Te he comprendido. Pero ¿por qué hablas con enigmas?

-Yo los resuelvo todos -dijo la serpiente.

Y se callaron.

Mañana el capítulo 18.


“El principito” de Antoine de Saint Exupéry, Capítulo 16

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El séptimo planeta fue, por consiguiente, la Tierra.

¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros) , siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.

Para darles una idea de las dimensiones de la Tierra yo les diría que antes de la invención de la electricidad había que mantener sobre el conjunto de los seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos once faroleros.

Vistos desde lejos, hacían un espléndido efecto. Los movimientos de este ejército estaban regulados como los de un ballet de ópera. Primero venía el turno de los faroleros de Nueva Zelanda y de Australia. Encendían sus faroles y se iban a dormir. Después tocaba el turno en la danza a los faroleros de China y Siberia, que a su vez se escabullían entre los bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia y de las Indias, después los de África y Europa y finalmente, los de América del Sur y América del Norte. Nunca se equivocaban en su orden de entrada en escena. Era grandioso.

Solamente el farolero del único farol del Polo Norte y su colega del único farol del Polo Sur, llevaban una vida ociosa e indiferente: trabajaban dos veces por año.

Mañana el capítulo 17.