“Quince días y veinte años con Candela”, Ana Caliyuri

Corría el año 1955; un aire revolucionario marcaba la época, irrespirable, como se siente cuando hay humedad. La gente en las calles cuchicheaba desalentadora, no mucho ni muy altisonante, porque quizás las paredes podían escuchar.

Las callejuelas de adoquines parecían enceradas, como los rostros de los protagonistas de una Argentina que se empeñaba en sumergirse y emerger caprichosamente.

A medida que se acercaba la profundidad de la noche, en el silencio ruidoso de la nada a punto de estallar ( la calma chicha como le dicen), comenzaron a llegar las fuerzas de seguridad a allanar la única pinturería del pueblo, en busca quién sabe de qué conciencia o idea que consideraban disforme para la ocasión.

Mares rojos, azules, verdes, amarillos circulaban viscosos y más latas al piso, un grito, una contracción y más latas al piso, otra contracción y caras de espanto y desasosiego. No era tiempo, aún no era tiempo, pero la niña ya no quería permanecer ajena al espectáculo. No era tiempo niña tonta, niña frágil, niña sin uñas y arrugada, sin peso pero con coraje.

La llamaron Candela, quizás por su luz o tal vez por el fuego de su origen calabrés. Candela creció y asimiló de a pequeños sorbos el mundo.

Transcurrieron los años – más de quince – y Candela seguía buscando despertares nuevos, siempre con la sonrisa plena y estampada, como si no fuese posible borrarla de sus labios. Así, poco a poco, construyó sus convicciones. Algunas propias y otras contagiadas. Los sueños de justicia y equidad le embargaban la mente y el alma, ávida por leer lo que no se debía, pero sí se podía. Parecía no suceder nada en su vida, pero sucedía casi todo.

Una trapisonda que le jugó el destino desembarcó en su casa a las fuerzas de seguridad y Candela conoció el horror por error impropio. El viento crispado de junio del 1977 lo trajo a él, su compañero. Él era sobreprotector y sutil; tenía la seguridad incorporada a su paso, era posible imaginar su rostro de formas y gestos distintos. Candela y él lograron una conjunción notable, con algunos visos contradictorios. Convivió con Candela 15 días y 20 años. Con él se agitaba su corazón , con él supo de ahogos, de noches profundas y noches en vela, de días grises y días nuevos; con él aprendió Historia, Lengua, Filosofía, Sociología y mucho más. Si había algo irreprochable en él era que nunca la abandonaba, siempre estaba con ella y en ella; en cada célula de su cuerpo cuyo núcleo tenía la información genética precisa: “aquí estoy”.

Candela transcurría sus días entre la mediocridad y la rebeldía; él muchas veces estuvo a tiempo para sacarla de algún problema o para evitar que ella dijese algo inconveniente; después de todo para eso era su compañero. Pero Candela se desdibujaba cada día más; su corazón latía demasiado apresurado, su peso disminuía, ya no tenía certezas y había perdido la fe. Cayó enferma. Él comenzó a morir con ella, en una noche de invierno crudo. De puro invierno. En realidad, él la quería matar y ella no quería morir. Cómo lo iba a dejar.

Tantas confesiones, tamaña alquimia. Se trenzaron en una lucha intestina que duró quince días y veinte años. El fin había llegado, Candela pudo comprenderlo, pudo reírse de él, pudo verlo tal cual era sin ningún velo.

Hoy ya no son compañeros, ni conviven; él ya no posee la misma seguridad. A veces, su fragilidad causa escozor. De vez en cuando visita a Candela. Ella lo trata con respeto, pero camina sola, siempre en busca de despertares nuevos. Candela con convicciones agudas y certezas prestadas, con sonrisa estampada y ganas de vivir. Él, según cuentan, no tiene paradero fijo. Tiene la edad de Candela y la fuerza del Zonda. Los más audaces comentan que fue el compañero de todo un pueblo, aunque Candela lo juzgaba fiel. Candela no cree en las leyendas ni deja de creer, pero dicen que si te encuentras con él, puede que no lo reconozcas: no lleva documento, vive en la Argentina, un país que se empeña en sumergirse y emerger caprichosamente. Ella conoció muy bien a ese compañero inquietante y advenedizo. Supo su nombre desde el primer día y durante quince días y veinte años convivió con él. Se llamaba…miedo.

latidosperenneslatidosperenneslatidosperennesAna Caliyuri© 

       Relato del Libro «Latidos Perennes»

 

 

 

 

 

http://anacaliyuri.blogspot.com/2011/06/cristales-rotos.html

Acerca de Juan Zapato

Desde temprana edad mi incursión por las palabras escritas fue delineando mi perfil intelectual hacia la literatura. Ángela, mi abuela, con su cálida voz y esa facilidad para transmitir oralmente las historias que solían acompañarme por las noches –preparación para el sueño– despertó en mí la pasión por los libros. Luego vino el amor, junto con las primeras palabras que dibujaran versos adolescentes, impulsos quebrados en forzosas rimas, la intención que conlleva la pureza de plasmar sobre una hoja un universo de fantasías reales y de realidades fantásticas, trampas que el inconsciente juega a nuestros sentidos. Trasnochadas de cafés compartidas con poetas, salvadores del mundo, sabihondos y suicidas. Horas sumergidas en librerías buscando los tesoros de la literatura olvidados en algún estante. Cartas que nunca partieron hacia ningún lugar. Conversaciones perdidas con la gente que ya no está”. Ver todas las entradas de Juan Zapato

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