Archivo de la etiqueta: Diáspora

¡Shaná tová umetuká 5776!

5776


“Judíos errantes”, Joseph Roth

judios errantesYa antes había visto como perdían el sentido mientras rezaban. Fue en el Yom Kipur. En Europa occidental se lo denomina “Día de la Reconciliación”, y en tal nombre vibra toda la disposición a comprometerse que caracteriza al judío occidental. El Yom Kipur no es, sin embargo, ningún día de reconciliación, sino de expiación: una dura jornada cuyas veinticuatro horas contienen un arrepentimiento de veinticuatro años. Comienza la víspera a las cuatro de la tarde. En una ciudad cuyos moradores son judíos en preponderante mayoría, la más grande de las festividades judías se siente como una pesada atmósfera de tormenta cuando se navega por alta mar en una frágil embarcación. Las callejuelas se ensombrecen de pronto a causa del resplandor de las bujías, que irrumpe desde todas y cada una de las ventanas, y del aprfesurado y temeroso cierre de las tiendas -un cierre tan inmediato e indescriptiblemente denso que bien pudiera creerse que no volverían a abrirse hasta el día del Juicio Final-. Es una despedida general de todo lo mundano: del negocio, de la alegría, de la naturaleza y la comida, de la calle y la familia, de los amigos, de su atuendo cotidiano. gente que dos horas antes iba por ahí con su atuendo cotidiano y su semblante habitual: marcha a toda prisa, metamorfoseada, a través de las callejas, en dirección al oratorio, ataviada c on pesada y negra seda, y con el terrorífico blanco de los sudarios, con calcetines blancos y flojas zapatillas, cabisbaja, el manto de orar bajo el brazo; y el gran silencio, que en una ciudad por lo común casi oriental en su bullicio se torna cien veces más patente, pesa incluso sobre los niños vivarachos, cuyo griterío es el acento más fuerte en la música de la vida cotidiana. cada padre bendice ahora a sus hijos. Todas las mujeres dan ahora rienda suelta a su llanto ante los candelabros de plata. Todos los amigos se abrazan entre sí. Todos los enemigos se piden entre sí perdón . Un coro de ángeles toca las trompetas que anuncian el Día del Juicio. Pronto abrirá Jehová el gran libro donde están consignados los pecados, los castigos y los destinos de este año.Es un momento en el que se encienden luces por todos los muertos. Y otras se encienden por todos los vivos,. Los muertos sólo están a un paso de este mundo, y los vivos sólo a un paso del más allá. Comienza la gran plegaria. El gran ayuno ha comenzado ya una hora antes. Cientos, miles, decenas de millares de cirios arden uno junto al otro, se funden y, al hacerlo, forman grandes llamaradas. Los chillones rezos restallan desde mil ventanas, interrumpidos por apacibles, tenues melodías del más allá,trasunto del canto celestial. la gente se apiña en los oratorios. Algunos se tiran al suello y allí permanecen largo rato para después levantarse, sentarse sobre las baldosas y los escabeles, acuclillarse y ponerse súbitamente en pie, balancear el tronco y correr de acá para allá sin cesar por el pequeño recinto como extáticos centinelas de la plegaria; son casas enteras las que están repletas de sudariso blancos, de seres vivientes que no están aquí, de muertos que vuelven a la vida; ni una gota humedece los resecos labios ni refresca las gargantas que tanto claman desde la aflicción, y que no claman a este mundo sino al otro, al del más allá. Hoy no comerán, y mañana tampoco. Es tremendo saber que en esta ciudad hoy y mañana nadie comerá ni beberá. De pronto, todos se han convertido en espíritus, con las propiedades de los espirítus. cada pequeño tendero es un superhimbre, puesto que hoya ha de llegar hasta Dios. Todos extienden las manos para asir la punta de sus vestiduras. todos, sin distinciones: los ricos son tan pobres como los pobres, pues nadie tiene nada que comer. Todos son pecadores y todos rezan. Les sobreviene un vértigo, se tambalean, se ponen fuera de sí, cuchichean, se hacen daño a sí mismos, cantan, claman, lloran, pesadas lágrimas cae en regueros por sus viejas barbas, y el hambre se ha esfumado por obra y gracia del dolor del alma y la eternidad de las melodías que escucha con arrobo el oído.

Joseph Roth© Fragmento del capítulo La pequeña ciudad judía, extraído del libro “Judíos errantes” ISBN: 978-84-96834-35-4


“Avinu Malkeinu”, Barbra Streisand


“Sobre mi escritorio hay una piedra…”, Yehuda Amijai

Sobre mi escritorio hay una piedra

sobre la que está grabado Amén,

un trozo que sobrevivió entre millares de fragmentos

de lápidas rotasen los cementerios judíos.

Y yo sé que todos estos fragmentos
integran ahora la gran bomba de tiempo judía
con el resto de trizas y trozos,

los de las tablas de la ley,
los pedazos de altares y de cruces y clavos de crucifixión oxidados
junto con trizas de utensilios domésticos

y piezas sagradas

y restos de huesos,
y zapatos

y anteojos

y órganos artificiales

y dentaduras postizas
y latas vacías de venenos letales.

Todos estos pedazos
conforman la bomba de tiempo judía hasta el final de los días,
y a pesar de que sé de todos ellos

y sé también del fin de los tiempos,
esta piedra sobre mi escritorio me da tranquilidad,
es una piedra de la verdad sin sustituto,
la más inteligente de las piedras,

piedra de una lápida rota
entera sin embargo más que ninguna.
Un testimonio de todas las cosas que por siempre fueron
y para siempre serán,

una piedra de Amén y de amor.
Amén,

Amén,

quiera Dios.

Yehuda Amijai©


“El Café Izmir”, Carlos Szwarcer

Adán Buenosayres (fragmento):
“Los tres hombres ocupaban una mesa del Izmir, y la discusión mantenida en lenguaje sirio se mezclaba con otras voces de timbre igual en aquel recinto sobresaturado de anises y tabacos fuertes. Junto a la vidriera un músico abstraído hería, como en sueños, el cordaje de una cítara negra con incrustaciones de nácar. Al fondo, las levantadas puntas de un cortinado permitían entrever un interior brumoso en cuyo centro, y sobre un tapiz amarillo, se alzaba un alto narguile del cual salían cuatro tubos que sin duda llegaban a otros tantos fumadores invisibles”.

El Café Izmir, conocido por la intelectualidad argentina a partir de la publicación de la novela Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal en 1948, era ya famoso en los años ‘30 como centro inevitable de reunión de las oleadas inmigratorias y verdadera institución en el barrio.

El local del Izmir fue construido a fines de 1932 sobre la base de tres habitaciones de un inquilinato de la calle Gurruchaga 432-436; su primer dueño habría sido Jaim Danón, quien le daría ese nombre en recuerdo de Izmir, su ciudad natal. Sin embargo esta persona no aparece en ningún expediente de la Dirección General de Habilitaciones y Verificaciones que lo relacione con el café; en cambio, sí se detallan allí tres transferencias, en apenas tres años, desde 1937, fecha en que fue "habilitado", hasta 1940, cuando Rafael Alboger se hace cargo del fondo de comercio (1) y comienza su larga trayectoria de veinticinco años detrás de su mostrador.

Administrar un sitio plagado de diversidades étnicas, requería un anfitrión que fuera capaz de mantener un sutil equilibrio entre una ligera bonhomía, que atrajera a los parroquianos, y una fuerte personalidad que hiciera respetar su autoridad.

¿Quién fue Rafael Alboger? Había nacido el 30 de octubre de 1902 en Esmirna, Turquía. Hijo mayor de Haim Alboher y Reina Mizrahi, matrimonio judío sefaradí que trajo al mundo seis vástagos: Rafael (llamado "Bojor" o Alejandro), Alegre, Luna, Yaco, Isaac y un varón muerto de escarlatina a los 14 meses.

Alboger fue lustrabotas en el histórico Café Tortoni, en Avenida de Mayo al 800 y luego mozo y maître del mismo durante la década del 20 y los primeros años del ’30. Espectador directo de las manifestaciones culturales de esa época, que anidaron en el añoso café, "el turco" se consustanciaba con Buenos Aires y, entusiasta, fue pensando en formar una familia. Destino, providencia o casualidad, también para Leopoldo Marechal el Tortoni y el Izmir serían parte de su historia personal.

El autor de Adán Buenosayres frecuentaría, como parte de la generación martinfierrista, "La Peña del Tortoni" (2), fundada el 25 de mayo de 1926 y luego el café de la calle Gurruchaga lo inspiraría para la narración de algunas de las bellas páginas de su primera novela.

Pero el tránsito de Alboger del Tortoni al Izmir fue, por cierto, no menos azaroso. Habría un vuelco importante en la vida de este esmirlí cuando un conocido le pidió la garantía de su casa para la compra del fondo de comercio de un bar en Villa Crespo, y no se negó. Ya estaba casado y con dos hijas.

Quien regenteaba el Izmir fracasó económicamente, al punto que se fundió y al no pagar los alquileres complicó a Rafael que, de pronto, se encontró en una verdadera encrucijada; los hechos lo comprometían por ser el aval y agobiado por el cerco judicial tomó la decisión de hacerse cargo del café, con la correspondiente carga de deudas heredadas. Su misión fue "levantar aquel negocio" pagar lo que se debía y sobre todo, "si Dios lo ayudaba", mantener a flote a su familia. La dueña del predio en el que estaba el café, Estrada viuda de Alvarez, confió en quien finalmente a fuerza de sacrificio y con la experiencia en el rubro gastronómico adquirida en el Tortoni, cumplió con los compromisos y salvó la casa que dejara en garantía.

Este es el origen de la relación entre el Café Izmir y la vida de los Alboger durante casi tres décadas. Allí, en Gurruchaga 432, Villa Crespo, se hizo cargo del legendario y exótico izmir, en noviembre de 1940.

En el barrio convivían representantes de las tres religiones monoteístas, por lo que algunas disquisiciones teológicas eran frecuentes en el Izmir, como las del judío Abraham, el musulmán Abdalla y el cristiano Jabil que defendían sus diferencias sobre el Mesías: "… Los tres hombres ocupaban una mesa del Café lzmir, y la discusión mantenida en lenguaje sirio se mezclaba con otras voces de timbre igual en aquel recinto sobresaturado de anises y tabacos fuertes. Junto a la vidriera, un músico abstraído hería, como en sueños, el cordaje de una cítara negra con incrustaciones de nácar. Al fondo, las levantadas puntas de un cortinado permitían entrever un interior brumoso en cuyo centro, y sobre un tapiz amarillo, se alzaba un alto narguile del cual salían cuatro tubos que sin duda llegaban a otros tantos fumadores invisibles"…" Tras apurar la copa de anís, Abdalla se disponía nuevamente a defender el esplendor de la Media Luna, cuando un son de guerra y una batahola de muchedumbres agitadas llegaron desde la calle hasta el Café Izmir, El citarista quedó inmóvil, cesaron de pronto los murmullos asiáticos, y un silencio expectante reinó en la sala. Pero el tumulto creció fuera. Y entonces los parroquianos se pusieron de pie…" (3) En Gurruchaga al 400, a juzgar por los comentarios de vecinos de aquella época, "la gente se cruzaba de vereda de aquí a allá" como si fuera "peatonal, una feria, un mercado persa", relata José L. Los vendedores ambulantes ofrecían sus telas, ropa usada, plumeros y los más diversos artículos que uno pueda imaginarse, aunque lo más codiciado eran los manjares típicos, delicias paradisíacas para los sefaradíes. En este torbellino urbano cada oficio callejero agregaba su cuota de variedad y así se cruzaban el zapatero remendón, con su caja de herramientas apoyada en la espalda, con el fabricante de yogur casero que hacía firuletes con su bandejón, apurando el reparto a su selecta clientela de los inquilinatos; al mismo tiempo los carros de verduleros, meloneros o cesteros pregonaban su mercancía arrimándose al cordón.Ambiente y manjares del Izmir

Continuar leyendo