Archivo de la categoría: Juan Marsé

«Objetos», Luisa Grajalva

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HAY un alma pequeña y silenciosa

en cada objeto de la habitación,

en cada cosa que contiene el mundo.

Un alma leve, un inaudible soplo,

un diminuto vuelo de milímetros.

Su tímido aleteo nos pide mil perdones

por causarnos molestias, pero de alguna forma

necesitan llamar nuestra atención;

han comprobado suficientemente

que el ser humano es casi ciego y sordo,

y sólo le permite al movimiento

hablar de tú a tú con su transcurso.

Con paciencia infinita,

el alma de las cosas nos contempla

y nos tiende la mano

desde los límites de sus perfiles.

Desciende hacia nosotros

—condesciende—,

Nos habla humildemente.

Sabe que es superior, pero procura

que no nos demos cuenta,

que pase inadvertido que son ellas

quien no temen daño ni futuro,

quienes no mienten ni pretenden nunca

mostrar lo que no son. Y, sobre todo,

que les será otorgado, sin esfuerzo, quedarse

cuando el tiempo decida

soltar de él nuestras manos,

aferradas desesperadamente.

Las cosas, los objetos,

las verdaderas forma de la vida.

Luisa Grijalva© del libro “Nada nuevo en la sombra”


“Nueva York: Oficina y denuncia”, Federico García Lorca

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A Fernando Vela

Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna;
un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
He venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones;
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, cantando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles
en la patita de ese gato quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?
No, no; yo denuncio,
yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.

Federico García Lorca. Oficina y denuncia de Poeta en Nueva York.


“La ventana” León Felipe–Héctor Alterio


“De tot se n’aprèn”, Francesc Miralles

Un relat tradicional hebreu explica que un rabí de Sadagora ensenyava un dia als seus deixebles com la saviesa brolla espontàniament de totes les coses, fins i tot d’aquelles tan insospitades com ara els invents moderns.

—De tot, absolutament de tot, podem aprendre alguna cosa —afirmava—. No hi ha res al món que no pugui ensenyar-nos alguna cosa. I no em refereixo tan sols al que forma part de la creació de Déu, sinó també a tot allò que l’home ha pogut fabricar. De tot, sí, de tot se n’aprèn.

Un dels seus deixebles, que no n’estava del tot convençut, li va preguntar:

—Però, mestre, ¿què ens pot ensenyar el ferrocarril?

—Que per un instant, per un sol segon, podem arribar tard i perdre-ho tot —va respondre el rabí.

—¿I el telègraf? —va preguntar un altre deixeble.

—Que cada paraula compta i que no les compten totes!

—¿I el telèfon?

—Que allà senten el que diem aquí!

Francesc Miralles©


“Dónde decirte”, Kepa Murúa

Si pudiera decirte tan sólo que las palabras
hacen daño y que tarde o temprano
se olvidan, no te lo diría.

Si supiera quererte como se ama
a quien no se tiene o está lejos,
te rogaría que me olvidaras.

Si hubiera una palabra más alta que la otra
donde decirte que las palabras
son como los hechos, te lo diría.

Pero dónde, dónde puedo encontrar
lo que nadie busca y existe,
si en nada ni en nadie creo.

Kepa Murúa©

(Zarautz, País Vasco, 1962) es un poeta anómalo: independiente, clásico y vanguardista, lírico y comprometido con la realidad. Autor de, entre otros,Cavando la tierra con tus sueños o Un lugar por nosotros, recientemente ha publicado el libro de aforismos poéticos La poesía y tú. Dirige la editorial Bassarai y la revista virtual Luke. J. Lezama ha dicho de su obra: «Poesía como un camino al conocimiento, que no reniega del lector, que lo atrapa con sus gestos, y lo sorprende con el tono y los matices que muestra y oculta a su vez a la hora de describir los sentimientos de amor y dolor especialmente, soledad y existencia de la palabra con el que el poeta justifica las necesidades creativas del hombre.»


“Defensa de la poesía”

El momento de la Historia que nos ha tocado vivir está marcado por la incertidumbre en todos los sentidos. Cuando pensábamos que el siglo XX agonizaba y con él los grandes temores y catástrofes capaces de minar la fe en la humanidad, no han surgido los puentes que destruyan nuestros precipicios. Al contrario, resulta más difícil intuirlos, imaginarlos. La incertidumbre parece abarcarlo todo: la política, la moral, la economía, las nuevas formas de comunicación que paradójicamente han provocado una mayor incomunicación… También las viejas utopías que parecieron realizables y llenaron de ilusión a millones de ciudadanos se han desmoronado mostrando sus miserias cuando han sido suplantadas por los hombres, añadiendo aún más incertidumbre a todo lo que nos rodea.

Nuestra generación está marcada por esta incertidumbre y creemos que es necesario hacer un alto en el camino, reflexionar, mirarnos a los ojos, establecer una cercanía menos artificial, más humana. La poesía puede arrojar algo de luz para alcanzar algunas certidumbres necesarias. “La poesía es un modo de ajustar cuentas con la realidad”, ha repetido muchas veces el poeta español Luis García Montero. Sin duda sucede así en los buenos poemas, aquellos que son capaces de provocar emoción, de conmover, de hacer pensar, de llenar un vacío que nos acompaña.

“Deseo expulsar de mí cualquiera palabra, cualquiera sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos”, escribió el mexicano Ramón López Velarde en 1916. Casi un siglo después, el poeta Joan Margarit trataba de explicar, porque realmente se hacía de nuevo necesario, que el límite de la poesía es el de la emoción.

La emoción no puede estar de moda. La emoción es universal e intemporal. Y la poesía tiene que emocionar. Ante tanta incertidumbre, para nuestra sorpresa, una gran parte de los nuevos poetas en español se han adscrito a una tendencia tan experimental como oscura. Como los hombres que rodeaban a Orfeo para escucharlo tocar su lira y de ese modo hacer descansar su alma, asisten a las preguntas de nuestro tiempo tratando de ignorarlas, entregándose al arte por el arte, renunciando a las preocupaciones que conmueven a la gente normal, a las almas que buscan respuestas, que rozan el milagro de la supervivencia y que se hacen preguntas, que sienten la incertidumbre en sus manos y en sus aspiraciones. Esa reacción de los artistas, de los poetas en particular, no es nueva. Los jóvenes siempre han tenido la tentación de contradecir a sus mayores en un arrebato adolescente en busca de construir sus identidades. En la poesía actual, ese camino supone oponerse a quienes tanto han trabajado para que la poesía se entienda, se humanice, se aproxime a la gente corriente. Si en la segunda mitad del siglo XX los mejores poetas de nuestra lengua abandonaron las liras y las torres de marfil, la poesía última, en busca de un nuevo camino, de una nueva actualidad literaria, se ha subido a un pedestal. En esta tarea se han visto legitimados por algunos poetas cuyos proyectos literarios fracasaron de manera estrepitosa precisamente por abrazar el barroquismo gratuito y la frivolidad de la moda literaria. Ahora buscan una segunda oportunidad elogiando lo que precisamente les condujo al callejón sin salida de las palabras huecas.

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“Sonet”, Bartomeu Rosselló-Pòrcel

Quan ella dorm el gaudi somnolent Cuando ella duerme y disfruta soñando
del vell jardí vibrant de flors i nit, del viejo jardín, vibrante de flores y noche,
passant per la finestra sóc el vent, pasando por la ventana soy el viento,
i tot és com un alenar florit. y todo es como un suspirar florido.
Quan ella dorm i sense fer-hi esment Cuando ella duerme y sin hacer mención
tomba a les grans fondàries de l’oblit, cae en las grandes profundidades del olvido,
l’abella só que clava la roent soy la abeja que clava al rojo vivo
agulla -fúria i foc- en el seu pit. la aguja -furia y fuego- en su pecho.
La que era estampa, encís i galanor La que era estampa, encanto y galanura
i moviment ambigu, és plor i crit. y movimiento ambiguo, es llanto y grito.
I jo, causa del dol, de la dolçor Y yo, causa del dolor, de la dulzura
en faig lasses delícies de pecat, desfallezco en delicias de pecado,
i Amor, que veu, ulls closos, el combat, y Amor, que ve, ojos cerrados, el combate,
s’adorm amb un somriure embadalit. se adormece sonriendo, embelesado.

Bartomeu Rosselló-Pòrcel©


“La isla del libro y el día del tesoro”, Juan Marsé

Veo sentada ante mí, en casa, a la joven estudiante de robustas rodillas y nervioso bolígrafo que me visita para anotar en su cuaderno gravísimos datos sobre mis novelas con destino a su tesina; la veo parpadear, confusa, ante mis delgadas respuestas (que no encajan en su vasto y complicado plan de estudios: le digo, por ejemplo, que el Pijoaparte jamás se propuso desenmascarar a la burguesía catalana, sino simplemente enamorar a Teresa), la veo cotejar notas, alterar esquemas, rectificar planteamientos, desorientada, y yo, algo entristecido, me pregunto quién la ha desorientado, cuándo y cómo ha perdido esa muchacha el placer de leer.

Afirma que la novela le gustó, pero se nota que no lo pasó bien leyéndola, y lo que es peor, ya no considera importante el pasárselo bien leyendo novelas. Entonces, ¿quién o quiénes le quitaron a esa chica el deseo de disfrutar con un libro, dejándole sólo la obligación de aprender? ¿Aprender qué, además? ¿Sociología, semiótica y semiología, estructuralismo, sentido y forma, relaciones metalingüísticas, perspectiva exógena y estructura interna?

Por un breve instante, horribles fantasmas de posibles tesinas pasadas y futuras desfilan por mi mente con extravagantes títulos: El significado de los toros y de la humilde patata en la poesía de Miguel Hernández – Estructura, calor y sabor de las magdalenas en la obra de Proust – El Pijoaparte hijo natural semiótico de Henry James, con permiso de Félix de Azúa – Los silencios de Moby Dick y su relación metalingüística con la pata de palo de John Silver y con el mezcal y los barrancos de la prosa de Malcolm Lowry – Madame Flaubert soy yo, dijo Federico García Lorca.

¡Maldición, estamos rodeados! Así es imposible leer, hay que saber demasiadas cosas, hay que amueblar la mente de bidets teóricos, hay que ser experto en demasiadas chorradas -le digo a la desilusionada estudiante de graves rodillas y afanoso bolígrafo. Se han empeñado ellos, los malditos tambores de las cátedras y de los institutos, los avinagrados columnistas de diarios de provincias, los rastreadores de estilos y figuras de la alfombra, los rebuznos de la crítica trascendente y los cuarenta años de incultura franquista, en convertir la lectura de un libro en cualquier cosa menos en un placer, un acto libre y espontáneo, una aventura personal con la imaginación.

¿Quieres un consejo? Tira por la borda ese cuaderno y ese bolígrafo y ponte a leer, sobre estas rodillas sojuzgadas de estudiante aplicada, y con ojos infantiles a ser posible, renovada la capacidad de asombro, el sentido de la vida y la imaginación penetrante, otra vez, La isla del tesoro. Callarán los bobos tambores eruditos y recobrarás el tesoro de leer.

Juan Marsé©